Después de Franco: la Transición
«La Constitución de 1978 es un texto de tal flexibilidad adaptativa que ha permitido uno de los mayores periodos históricos de estabilidad del marco político del país, además de ser un periodo de perfil democrático sin interrupción: los más de 40 años de su vigencia superan ya la duración de todas las constituciones españolas desde 1812 (la de 1876 sólo fue democrática a partir de 1890, y a la de 1931 apenas duró 5 años»
NO estaba escrito en ningún libro sagrado lo que iba a pasar después de la muerte de Franco, un 20 de noviembre de 1975. Podría haber continuado el régimen a través de sus instituciones, como quería el difunto Caudillo con apoyo de una facción de las élites dirigentes. También podría haber experimentado una reforma liberalizadora controlada, como deseaba otra facción alentada por el sucesor a título de rey. Incluso podría haber triunfado la alternativa de la ruptura democrática mediante una huelga general política, como soñaba la oposición antifranquista desde hacía décadas. Pero no sucedió ninguna de esas cosas.
Aquel invierno de 1975 se puso en marcha la transición política en España, que acabó desembocando en un proceso constituyente por convergencia de tres dinámicas: agotamiento del continuismo franquista (Gobierno de Arias Navarro), desbordamiento del reformismo posfranquista (Gobierno de Adolfo Suárez) y creciente pero limitada presión movilizadora de la oposición antifranquista (unida en la ‘platajunta’ de Felipe González y Santiago Carrillo).
Así se configuró la vía para una ruptura pactada de inequívoco sentido democrático, cuyo hito clave serían las elecciones del 15 de junio de 1977, con su inesperado resultado de práctico empate de voto popular entre derechas e izquierdas. La nueva legalidad surgida de las urnas, sancionada en la Constitución refrendada en diciembre de 1978, tendría su origen en el respeto a la soberanía del pueblo, la división de poderes del Estado, el reconocimiento de los derechos civiles y la consulta libre de la ciudadanía para la formación de parlamentos y gobiernos. Nada más ajeno a un régimen basado en los poderes omnímodos de un Caudillo providencial, cuya legitimidad derivaba de la victoria en la guerra civil y que abominaba de las «trasnochadas fórmulas liberal-democráticas».
No hay nada extraño en ese devenir desde la supuesta reforma controlada a la patente ruptura negociada, porque sabemos que la génesis de un proceso histórico no prejuzga la naturaleza de su resultado final (eterna dialéctica del ser y el cambio). Ahí están, sin ir más lejos o mucho después, los procesos reformistas que permitieron ‘transitar’ desde las dictaduras comunistas de economía colectivista hasta los regímenes democrático-parlamentarios y capitalistas del este del continente entre 1989 y 1991, sin compañía de crueles guerras civiles, insurrecciones armadas populares o ejercicios de violencia generalizada, para sorpresa de casi todo el mundo, incluyendo a los protagonistas del proceso. En efecto, en España, como luego en otros lugares, el cauce legal de la reforma entonces abierta no excluía, sino que posibilitaba, un resultado plenamente rupturista, con todas sus consecuencias: la Constitución de 1978. Y por eso cabe afirmar que, desde una perspectiva liberal-democrática (no desde otras, naturalmente), esa ‘ley de leyes’ es un valioso activo histórico por varios motivos:
Por ser obra de un proceso político de negociación inclusiva y transpartidista, con abrumador apoyo parlamentario democrático, una característica desconocida en la historia constitucional española. Y basta recordar cómo se hizo la Constitución de 1876 de la Restauración borbónica o la Constitución de 1931 de la Segunda República para entender la novedad de ese proceder negociado.
Por ser resultado de una discusión parlamentaria de todos los aspectos de la vida política sin exclusión (desde la concepción de la nación a la forma política estatal, contra lo que se ha dicho) y por haber sido sometida a plebiscito (con un nivel de aceptación notabilísimo), algo que casi nunca se había hecho en otros países occidentales y nunca en España: ni la Constitución de 1876, ni la de 1931, fueron sometidas a referéndum ni, por tanto, gozaron de la misma legitimidad de ejercicio que la de 1978.
Por ser un texto constitucional de tal flexibilidad adaptativa que ha permitido uno de los mayores periodos históricos de estabilidad del marco político del país, además de ser un periodo de perfil democrático sin interrupción: los más de 40 años de su vigencia superan ya la duración de todas las constituciones españolas desde 1812 (la de 1876 sólo fue democrática a partir de 1890, y a la de 1931 apenas duró 5 años).
Por ser la norma suprema que ha permitido al país estar en las listas internacionales acreditadas de democracias respetuosas de los derechos humanos. A título ilustrativo, el diario británico ‘The Economist’ en 2019 situó a España entre las «20 democracias plenas» del mundo, con una nota de 8,08 sobre 10, considerándola el quinto país con un sistema político de mayor «calidad democrática» del G-20, «sólo por detrás de Canadá, Australia, Alemania y el Reino Unido» y superando a «otros países comunitarios como Francia, Bélgica, Italia o Portugal».
Porque bajo la Constitución de 1978, España ha experimentado un progreso material y cultural incontestable en comparación con épocas previas. No sólo en términos como la renta per cápita o criterios econométricos similares, sino a tenor de parámetros de mejora general de sus habitantes. Lo que ha permitido a informes internacionales acreditados estimar a España como «el mejor país para nacer por su alto nivel de bienestar y salud» (‘Social Progress Imperative Index’ de junio de 2017) y uno de los veinte países mejores del mundo por las dimensiones no económicas de su vida social (‘Social Progress Index’ de 2018).
No son pocos méritos en perspectiva histórica. Sobre todo si se contempla el panorama internacional más allá de la modesta cifra de 47 millones de españoles y se mira a los dos tercios de los 7.800 millones de habitantes del mundo que no tienen la fortuna de vivir en el mundo opulento del mercado pletórico de los países desarrollados y democráticos. Por eso resulta difícil la enigmática tarea de comprender la insatisfacción que late en la ciudadanía española (¿o sólo de sus esferas polÍticas?) a la hora de estimar su lugar en el mundo, las bondades de su sistema político-constitucional y las expectativas de futuro de su envidiable y envidiado país.