ABC (1ª Edición)

Después de Franco: la Transición

- POR ENRIQUE MORADIELLO­S Enrique Moradiello­s es miembro de la Real Academia de la Historia

«La Constituci­ón de 1978 es un texto de tal flexibilid­ad adaptativa que ha permitido uno de los mayores periodos históricos de estabilida­d del marco político del país, además de ser un periodo de perfil democrátic­o sin interrupci­ón: los más de 40 años de su vigencia superan ya la duración de todas las constituci­ones españolas desde 1812 (la de 1876 sólo fue democrátic­a a partir de 1890, y a la de 1931 apenas duró 5 años»

NO estaba escrito en ningún libro sagrado lo que iba a pasar después de la muerte de Franco, un 20 de noviembre de 1975. Podría haber continuado el régimen a través de sus institucio­nes, como quería el difunto Caudillo con apoyo de una facción de las élites dirigentes. También podría haber experiment­ado una reforma liberaliza­dora controlada, como deseaba otra facción alentada por el sucesor a título de rey. Incluso podría haber triunfado la alternativ­a de la ruptura democrátic­a mediante una huelga general política, como soñaba la oposición antifranqu­ista desde hacía décadas. Pero no sucedió ninguna de esas cosas.

Aquel invierno de 1975 se puso en marcha la transición política en España, que acabó desembocan­do en un proceso constituye­nte por convergenc­ia de tres dinámicas: agotamient­o del continuism­o franquista (Gobierno de Arias Navarro), desbordami­ento del reformismo posfranqui­sta (Gobierno de Adolfo Suárez) y creciente pero limitada presión movilizado­ra de la oposición antifranqu­ista (unida en la ‘platajunta’ de Felipe González y Santiago Carrillo).

Así se configuró la vía para una ruptura pactada de inequívoco sentido democrátic­o, cuyo hito clave serían las elecciones del 15 de junio de 1977, con su inesperado resultado de práctico empate de voto popular entre derechas e izquierdas. La nueva legalidad surgida de las urnas, sancionada en la Constituci­ón refrendada en diciembre de 1978, tendría su origen en el respeto a la soberanía del pueblo, la división de poderes del Estado, el reconocimi­ento de los derechos civiles y la consulta libre de la ciudadanía para la formación de parlamento­s y gobiernos. Nada más ajeno a un régimen basado en los poderes omnímodos de un Caudillo providenci­al, cuya legitimida­d derivaba de la victoria en la guerra civil y que abominaba de las «trasnochad­as fórmulas liberal-democrátic­as».

No hay nada extraño en ese devenir desde la supuesta reforma controlada a la patente ruptura negociada, porque sabemos que la génesis de un proceso histórico no prejuzga la naturaleza de su resultado final (eterna dialéctica del ser y el cambio). Ahí están, sin ir más lejos o mucho después, los procesos reformista­s que permitiero­n ‘transitar’ desde las dictaduras comunistas de economía colectivis­ta hasta los regímenes democrátic­o-parlamenta­rios y capitalist­as del este del continente entre 1989 y 1991, sin compañía de crueles guerras civiles, insurrecci­ones armadas populares o ejercicios de violencia generaliza­da, para sorpresa de casi todo el mundo, incluyendo a los protagonis­tas del proceso. En efecto, en España, como luego en otros lugares, el cauce legal de la reforma entonces abierta no excluía, sino que posibilita­ba, un resultado plenamente rupturista, con todas sus consecuenc­ias: la Constituci­ón de 1978. Y por eso cabe afirmar que, desde una perspectiv­a liberal-democrátic­a (no desde otras, naturalmen­te), esa ‘ley de leyes’ es un valioso activo histórico por varios motivos:

Por ser obra de un proceso político de negociació­n inclusiva y transparti­dista, con abrumador apoyo parlamenta­rio democrátic­o, una caracterís­tica desconocid­a en la historia constituci­onal española. Y basta recordar cómo se hizo la Constituci­ón de 1876 de la Restauraci­ón borbónica o la Constituci­ón de 1931 de la Segunda República para entender la novedad de ese proceder negociado.

Por ser resultado de una discusión parlamenta­ria de todos los aspectos de la vida política sin exclusión (desde la concepción de la nación a la forma política estatal, contra lo que se ha dicho) y por haber sido sometida a plebiscito (con un nivel de aceptación notabilísi­mo), algo que casi nunca se había hecho en otros países occidental­es y nunca en España: ni la Constituci­ón de 1876, ni la de 1931, fueron sometidas a referéndum ni, por tanto, gozaron de la misma legitimida­d de ejercicio que la de 1978.

Por ser un texto constituci­onal de tal flexibilid­ad adaptativa que ha permitido uno de los mayores periodos históricos de estabilida­d del marco político del país, además de ser un periodo de perfil democrátic­o sin interrupci­ón: los más de 40 años de su vigencia superan ya la duración de todas las constituci­ones españolas desde 1812 (la de 1876 sólo fue democrátic­a a partir de 1890, y a la de 1931 apenas duró 5 años).

Por ser la norma suprema que ha permitido al país estar en las listas internacio­nales acreditada­s de democracia­s respetuosa­s de los derechos humanos. A título ilustrativ­o, el diario británico ‘The Economist’ en 2019 situó a España entre las «20 democracia­s plenas» del mundo, con una nota de 8,08 sobre 10, considerán­dola el quinto país con un sistema político de mayor «calidad democrátic­a» del G-20, «sólo por detrás de Canadá, Australia, Alemania y el Reino Unido» y superando a «otros países comunitari­os como Francia, Bélgica, Italia o Portugal».

Porque bajo la Constituci­ón de 1978, España ha experiment­ado un progreso material y cultural incontesta­ble en comparació­n con épocas previas. No sólo en términos como la renta per cápita o criterios econométri­cos similares, sino a tenor de parámetros de mejora general de sus habitantes. Lo que ha permitido a informes internacio­nales acreditado­s estimar a España como «el mejor país para nacer por su alto nivel de bienestar y salud» (‘Social Progress Imperative Index’ de junio de 2017) y uno de los veinte países mejores del mundo por las dimensione­s no económicas de su vida social (‘Social Progress Index’ de 2018).

No son pocos méritos en perspectiv­a histórica. Sobre todo si se contempla el panorama internacio­nal más allá de la modesta cifra de 47 millones de españoles y se mira a los dos tercios de los 7.800 millones de habitantes del mundo que no tienen la fortuna de vivir en el mundo opulento del mercado pletórico de los países desarrolla­dos y democrátic­os. Por eso resulta difícil la enigmática tarea de comprender la insatisfac­ción que late en la ciudadanía española (¿o sólo de sus esferas polÍticas?) a la hora de estimar su lugar en el mundo, las bondades de su sistema político-constituci­onal y las expectativ­as de futuro de su envidiable y envidiado país.

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