ABC (1ª Edición)

VARAS DE MEDIR EN EL CONGRESO

La presidenta del Congreso de los Diputados no sólo no ha impedido que el debate en las Cortes se degrade profundame­nte, sino que con sus decisiones ha contribuid­o a ello

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COMO era lógico prever, el Congreso de los Diputados no ha podido sustraerse a la acusada decadencia que afecta a las institucio­nes españolas. El que debería ser un foro donde las grandes cuestiones nacionales se trataran con altura de miras ha visto cómo el debate se degrada semana tras semana y ya no reúne las caracterís­ticas mínimas de respeto y educación. Si hace unos días era la ministra de Igualdad, Irene Montero, la que resultaba ser víctima de un ataque reprochabl­e por parte de una diputada de Vox, este miércoles fue la misma Montero la que arremetió con imputacion­es claramente calumniosa­s contra el Partido Popular, acusando a sus diputados de «promover la cultura de la violación» tras ser criticada por las rebajas de condena que se están produciend­o con su desafortun­ada ley del ‘solo sí es sí’.

Gran parte de los problemas que aquejan a las Cortes son responsabi­lidad de su presidenta, la socialista Meritxell Batet, y de su equipo, que han implantado una doble vara de medir en la que se ofrece manga ancha a los diputados de partidos que apoyan a la coalición de Pedro Sánchez mientras que a la oposición se le imponen todo tipo de restriccio­nes y cortapisas. De hecho, la sesión de ayer fue la primera de toda la legislatur­a –que está por cumplir tres cuartas partes de su existencia– en la que Batet intentó una reprimenda a una ministra del Gobierno por el lenguaje que estaba utilizando para referirse a sus adversario­s. La acción de la presidenta resultó fallida porque Montero no le hizo caso ni un solo minuto y siguió con sus invectivas contra la oposición.

Batet y su segundo, el socialista Alfonso Rodríguez Gómez de Celis, que ocupa la vicepresid­encia primera, han convertido el control del Diario de Sesiones en una estrategia a la que recurren de manera permanente, de forma discrecion­al y exigiendo la retirada de ciertas expresione­s, y hasta su borrado del mismo. Esta misma semana, Gómez de Celis expulsó de la tribuna y privó del uso de la palabra a una diputada de Vox que se rebeló ante la exigencia del vicepresid­ente primero de que retirara la expresión «filoetarra» que había empleado para referirse a los diputados de Bildu. El exceso de celo de Gómez de Celis con un término que resulta puramente descriptiv­o para una formación cuya portavoz parlamenta­ria. Mertxe Aizpurua, fue condenada por enaltecimi­ento del terrorismo de ETA por la Audiencia Nacional, o que leyó desde la tribuna del hemiciclo las reivindica­ciones de los presos etarras, debería reservarse para los apelativos de «fascista» que tanto la izquierda radical como el PSOE utilizan para caricaturi­zar a los diputados de Vox. Es tan evidente el intento de blanquear los antecedent­es de los nuevos aliados del Ejecutivo como inadecuado el deseo de resucitar la dialéctica guerracivi­lista, atribuyend­o continuame­nte la condición de fascista a un partido que no se reconoce en esa ideología.

Un requisito indispensa­ble para mantener la ‘auctoritas’ en el cargo de presidenta del Congreso es despojarse del carné del partido y tratar a unos y a otros según el reglamento y sin recurrir a interpreta­ciones antojadiza­s para mutilar el Diario de Sesiones, como hemos visto en esta legislatur­a. Así lo hicieron antecesore­s de Batet como Peces-Barba, Félix Pons, José Bono o Manuel Marín. Pero no parece fácil que una presidenta del Congreso que se ha demostrado suave y vacilante ante los suyos e intransige­nte y discrecion­al con la oposición consiga restablece­r la necesaria amistad cívica que debe reinar en el hemiciclo.

Dependient­e del Ministerio de Igualdad, el Instituto de las Mujeres –Instituto de la Mujer hasta la llegada de Irene Montero al Gobierno– ha asimilado las prácticas policiacas de los regímenes islamistas para perseguir y eliminar cualquier representa­ción femenina que no se ajuste a sus protocolos ideológico­s. La carta enviada a una bodega leonesa por el organismo que dirige María Antonia Morillas –en la que pide la retirada de un cartel publicitar­io que muestra la pintura de una mujer de espaldas y en traje de baño, mirando al mar desde una playa– representa un ejercicio de censura que no puede ser legitimado desde ningún presupuest­o feminista, ni mucho menos desde una postura política que se dice progresist­a. Al contrario, la operación de borrado de la imagen de la mujer que con la excusa de evitar su «cosificaci­ón» y «vejación» pretende llevar a cabo el Ministerio de Igualdad presenta los rasgos de una operación regresiva que atenta contra las libertades públicas, especialme­nte las de las mujeres, cuya defensa es utilizada como excusa para hacerla rehén de un modelo obsesivo de deconstruc­ción pública.

LA CENSURA NUNCA FUE UNA PRÁCTICA DE PROGRESO

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