ABC (1ª Edición)

La frontera entre vivos y muertos

El Barrio Chino es el tercer país que forman quienes cruzan, desesperad­os, desde uno hacia otro

- KARINA SAINZ BORGO

CUANDO tienen nombre, a los muertos cuesta más ocultarlos. Existe al menos un dato para ilustrar una tumba, un apellido por el cual pedir justicia. Cuando se les puede mentar, dejan de ser cuerpos a los que arrastrar como a conos de tráfico. «Miré a mi alrededor y descubrí que estaba sobre dos personas muertas», dijo Sam, un joven de 17 años a los investigad­ores de Lighthouse Reports, que, junto a ‘El País’, ‘Le Monde’, ‘Der Spiegel’ y ‘Enass’ han conseguido nuevos datos sobre lo ocurrido en el puesto fronterizo del Barrio Chino de Melilla el pasado 24 de junio.

El chico, aplastado por la avalancha que intentaba cruzar hacia España desde Nador, fue arrastrado por los gendarmes y arrojado de vuelta a Marruecos, como ocurrió con el cadáver de Abdul Aziz Yacoub, hasta ahora el único fallecido identifica­do en la investigac­ión periodísti­ca publicada esta semana. Después de meses intentando ocultar la verdad, salen a la luz más detalles sobre el incidente que causó al menos 23 muertos, del que todavía hay 77 desapareci­dos, y sobre el que el Ministerio de Interior español guarda un silencio desconcert­ante para un Gobierno que inauguró su legislatur­a acogiendo a los 629 inmigrante­s del Aquarius y ahora arroja paladas de tierra sobre sus propias conviccion­es.

Apiladas, las víctimas del Barrio Chino parecen restos de basura de la que nadie quiere saber nada. Rociado con gas pimienta, menor de edad aún cuando fue devuelto a Marruecos, Sam contó a los periodista­s cómo atravesó el estrecho pasillo entre verjas del puesto fronterizo, cómo fue obligado a caminar sobre los que yacían en el suelo, ese montón de vivos y muertos bajo el sol rasposo de mediodía. Sam se describió cruzando esa frontera que habitan los moribundos y los que se aferran a la vida, la línea que separa España de Marruecos: ese tercer país que forman todas las fronteras para quienes las cruzan desesperad­os. Existe una así en cada rincón del mundo. Y para todas se reserva el mismo silencio que guarda ahora el Ministerio de Interior español.

Esta semana, también, saltó a los medios la imagen de tres polizones que viajaron desde Nigeria hasta las islas Canarias escondidos en la pala del timón de un buque petrolero. La travesía duró once días y aunque parezca inverosími­l, esos tres sobrevivie­ron. El tamaño de la gesta de un ser humano lo determina no su miedo, ni su valentía, sino su desesperac­ión. El desenlace de estos tripulante­s, de los que huyen, lo decide el mar, la suerte o la muerte. El Mediterrán­eo sigue librando su antigua guerra, la gesta de todos los hombres y mujeres desde hace siglos: el viaje desde una muerte hacia otra. Nos rodean las reescritur­as del héroe clásico despojadas de oropeles. Vemos al Ulises náufrago, aplastado por una valla, arrojado a un vertedero. Ulises en un barco herrumbros­o o su balsa de hule. Ulises el que no vuelve a casa. Porque de la muerte nunca se regresa. Incluso aunque te devuelvan el nombre.

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