El fisco europeo en el espejo americano
«La renuencia de la Comisión Europea en el pasado a imponer sanciones es un motivo de duda sobre su voluntad política futura de imponer y hacer cumplir un compromiso creíble en materia fiscal. Sería prudente avanzar en la construcción de instituciones comunitarias con más influencia y poder restrictivo sobre la tendencia al gasto irresponsable y los déficits. Deberíamos diseñar nuestras instituciones comunitarias para que fuesen un desincentivo –en vez de un aliciente– a la expansión del gasto público y el endeudamiento irresponsable»
DE la misma manera que Ulises se ató al palo mayor de su barco y tapó con cera los oídos de su tripulación para no dejarse seducir por los cantos de las sirenas y llegar felizmente a Ítaca, los países menos frugales de Europa, como el nuestro, cedieron parte de su soberanía económica –Tratado de Maastrich, 1992– para protegerse contra sus propias malas prácticas y no caer en la tentación del proteccionismo y la irresponsabilidad fiscal y monetaria. Algunos economistas bienintencionados de entonces supusimos ingenuamente que transferir la responsabilidad a Europa sobre la emisión de dinero, el tipo de cambio, los aranceles o las reglas de competencia iba a evitar los males autoinfligidos. No pudimos imaginar que las instituciones europeas a las que se transfería la soberanía económica iban a incurrir en nuestras mismas prácticas ancestrales: alegría monetaria, indisciplina fiscal y trabas a la competencia. Era como si a Ulises se le hubieran colado las sirenas en el barco.
La política expansiva del BCE siguió sin límites mucho más allá de la Gran Recesión de 2008 –la cantidad de dinero de la eurozona se ha duplicado con creces desde entonces– y los guardianes de la disciplina fiscal (la Comisión y el Consejo) han mirado para otro lado en cada caso de indisciplina incluyendo los incumplimientos de los ‘grandes’, como Alemania o Francia en 2003. A pesar del PEC [Pacto de Estabilidad y Crecimiento] establecido en 1997 para vigilar el cumplimiento de los compromisos de Maastrich, el gasto público y la deuda en la que se ha incurrido por la pandemia están haciendo que incluso los países frugales –como Holanda, por ejemplo– estén dejando de serlo.
A punto de acabar la suspensión temporal del PEC por el Covid-19 sigue siendo necesaria una reforma que articule con precisión los derechos y responsabilidades de los miembros de la federación y el poder central de ésta para establecer, no sólo qué recauda, qué aporta y qué gasta cada cual, sino también cómo se responde frente a un riesgo de impago o cualquier shock externo que afecte a una parte del sistema. La tarea es compleja. Cada país es una realidad cambiante sujeta a tendencias históricas y políticas difícilmente controlables.
De ahí que se busque un precedente histórico con el que orientarse. El primer análisis sobre áreas monetarias óptimas –R. A. Mundell, ‘A Theory of Optimum Currency Areas’– apareció poco después del Tratado de Roma y aludía ya a la experiencia norteamericana como referente para una integración monetaria europea. La revolución americana a finales del siglo XVIII inauguró un periodo de confrontación sobre unificación fiscal y financiera que tendría que adoptar la nueva entidad política independiente y que reflejaba las dos concepciones –una centralizada y federal frente a otra confederada y autonómica– que aún sobrevive en EE.UU. desde entonces. Su primer secretario del Tesoro, Alexander Hamilton, presentó ante el Congreso un documento –‘Report on Public Credit’ (1790)– que ha marcado hasta hoy las dos formas opuestas de ver las finanzas federales. Frente a la visión de Jefferson y Madison de una unión fiscal descentralizada en la que cada miembro asumiese la responsabilidad de sus desequilibrios fiscales, Hamilton propuso, y logró, la unificación financiera federal asumiendo la enorme deuda generada por cada territorio en la guerra de independencia y la expansión territorial subsiguiente. La deuda de la nueva federación llegó hasta casi la mitad de su PIB en 1790 y dio paso a medio siglo traumático de ‘defaults-bailouts’.
Como ocurre ahora en Europa, la intervención federal para rescatar las deudas locales llegó a establecerse como una expectativa probable. Además de asumir la deuda de la nueva guerra contra Inglaterra de 1812, el ‘riesgo moral’ que implicaba el ‘bailout’ federal suscitó sucesivos rescates de deuda. El punto de inflexión llegó en la década de 1840. Tras el pánico financiero de 1837, la recesión de 1839-1843, y la suspensión de pagos en muchos estados del sur, el Congreso y el presidente Jackson rechazaron las peticiones de ayuda. Aunque la norma nunca llegó a ser parte de la Constitución ni de las leyes federales, el principio de ‘no bailout’ se mantuvo desde entonces con sólo algunas excepciones.
Contrariamente a la deuda europea actual, cuyo origen es casi siempre el gasto meramente redistributivo –basado en derechos sociales insaciables– los déficits y las quiebras estatales americanos de los años 1830 tuvieron como causa la inversión fallida en infraestructuras para la expansión territorial, de manera que, tras la tormenta financiera, EE.UU. contaba con una acumulación de capital que impulsó el crecimiento en los años subsiguientes. A pesar de eso, las quiebras llegaron a expulsar a la joven nación de los mercados financieros internacionales durante un tiempo y tuvieron un impacto político decisivo que significó un punto de inflexión. El largo periodo de impagos-rescates hasta los años 1840 supuso un aprendizaje severo y eficaz. La mayoría de estados adoptaron la obligación del equilibrio presupuestario y la expectativa de rescate federal fue, con pocas excepciones, desplazada por un sistema fiscal descentralizado y sin transferencias internas que se destinen a los desajustes fiscales locales. En su ‘Fiscal Federalism: U.S. History for Arquitects of Europe’s Fiscal Union’ (2012), C. R. Henning lo describe así: «El rechazo a la asunción de la deuda fijó la norma federal de no bailout… La soberanía fiscal de los estados, que es la otra cara de la moneda del sistema no bailout, quedó así establecida».
Cabe preguntarse, por tanto, si el proceso de reforma europea de hoy podría beneficiarse de la experiencia fiscal americana de ayer. Propone que se adopten planes de ajuste presupuestario de cuatro años, que las sanciones sean más automáticas de lo que son ahora y que las autoridades fiscales independientes de cada país tengan más protagonismo en la toma de decisiones presupuestarias. Pero, al mismo tiempo abre la puerta a casi duplicar el periodo plurianual del ajuste, a distinguir tres grupos diferentes de países –según el tamaño de su desequilibrio de deuda– para la aplicación de las nuevas reglas, y lo que es, quizá, más importante, no contempla la limitación en caso de incumplimiento al acceso a los fondos comunitarios ni a la toma de decisiones en el Consejo. La renuencia de la Comisión en el pasado para imponer sanciones es para muchos un motivo de duda sobre su voluntad política futura de imponer y hacer cumplir un compromiso creíble en materia fiscal.
Es muy probable que los europeos no tengamos nunca una unión fiscal como la americana. Entre otras cosas, no tenemos ni la misma historia, ni la misma unión política y para ello, además, necesitaríamos la disposición unánime –muy improbable– de aceptar el principio ‘no bailout’ en caso de una crisis nacional con el consiguiente peligro para toda el área monetaria. Pero mientras sería prudente avanzar en la construcción de instituciones comunitarias con más influencia y poder restrictivo sobre la tendencia al gasto irresponsable y los déficits. Es decir, deberíamos diseñar nuestras instituciones comunitarias para que fuesen un desincentivo –en vez de un aliciente– a la expansión del gasto público y el endeudamiento irresponsable. Se trata de ayudar a Ulises a evitar las tentaciones en vez de sumarse al coro de las sirenas.