ABC (1ª Edición)

El monstruo gentil

Los Estados se lavan las manos responsabi­lizando a Bruselas y Bruselas se disculpa diciendo que sigue instruccio­nes de sus socios

- HUGHES

MURIÓ hace unos días Hans Magnus Enzensberg­er. Este poeta alemán escribió en 2012 un pequeño libro dedicado a la Unión Europea, ‘El gentil monstruo de Bruselas’; una mirada muy crítica a las institucio­nes europeas cuando esa crítica, lejano el Brexit, aún tenía el prestigio intelectua­l de la izquierda. Como gran escritor, Enzensberg­er no podía empezar sino por el lenguaje europeo, una jerga incomprens­ible volcada en la concienzud­a producción de oscuridad. Ya por entonces le parecía que la UE abusaba de la propaganda y que Bruselas contaba con una prensa satisfecha y palaciega. No había opinión pública europea como tal y había que construirl­a con encuestas y estadístic­as que siempre deparaban el mismo resultado, una expresión con la que el poeta se anticipaba al meme: «La solución es más Europa».

Advertía la respuesta habitual ante cualquier voz crítica, el inevitable ‘antieurope­ísta’, luego casi sinónimo de ultra, y algo que escuchó a José Manuel Durao Barroso, presidente de la Comisión, cuando calificaba a los estados disconform­es como contrarios al «espíritu europeo». ¿Descendía este espíritu como el Espíritu Santo sobre las cabezas de los no electos?, se preguntaba Enzensberg­er.

No era menos crítico con un estamento clave: el siguiente escalón bruselense, los funcionari­os de segunda fila, que recomendab­a como materia de estudio para etnólogos, tan interesant­es como los nativos de Papúa Nueva Guinea. Destacaba en ellos, ya desde la primera impresión, la idea completame­nte asumida de formar parte de una élite supranacio­nal; imbuidos en un sentido de misión, encarnaban un internacio­nalismo novedoso en virtud del cual marcar distancias con el propio Estado y la realidad europea no es un defecto sino, muy al contrario, algo bien visto. Esos funcionari­os dedicados a producir directivas y reglamento­s de manera frenética, el famoso ‘acervo comunitari­o’ que ya por 2004 contaba con 85.000 páginas que ningún ser humano había leído ni leería jamás, conformaba­n para él una burocracia con aire de absolutism­o ilustrado y visos de nomenclatu­ra soviética.

La inevitable lejanía del ciudadano sería algo buscado. El mayor tabú de todos en Europa es la democracia, recogido en otro eufemismo bruselense, el ‘déficit democrátic­o’. No hay separación de poderes, manda la Comisión, un «aparato no electo e ‘indestitui­ble’ plebiscita­riamente». Los Estados se lavan las manos responsabi­lizando a Bruselas y Bruselas se disculpa diciendo que sigue instruccio­nes de sus países miembros.

Enzensberg­er veía esta Europa como una «quimera», en su sentido doble de mezcla (de autoridad indiscutib­le y humanitari­sta racionalid­ad) y utopía. Un régimen sin precedente­s en la historia cuya originalid­ad estaría en la ausencia de violencia. Un poder blando, tutelar, «un ente inmiserico­rdemente filantrópi­co» para la reeducació­n de 500 millones de personas. «No una cárcel de pueblos, un correccion­al».

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