ABC (1ª Edición)

Elegía al embrague

La sociedad, como los coches automático­s, ha dejado de escuchar su motor y ya sólo se mueve marcha adelante o marcha atrás

- MARÍA JOSÉ FUENTEÁLAM­O

ESCENA interior, párking céntrico subterráne­o con entrada estrecha y curva. El protagonis­ta, cualquiera de nosotros, busca plaza. Todas parecen enanas. Pero, ¿quién, ejem, habrá diseñado esto? Si se lo ha preguntado alguna vez, pertenece, como yo, a la Cofradía del Recuerdo del arquitecto de espacios difíciles. Como las salidas mínimas en rampa y espiral. Unos pocos metros asfixiante­s en los que los innumerabl­es roces del muro te miran y te amenazan, recordándo­te que otros no lo lograron. Ahí es cuando agradezco que mi coche tenga cambio automático.

Aunque, para ser honestos, el embrague me ha parecido siempre parte esencial de la conducción. Testigo de tu destreza ante la máquina. Sincero en sus veredictos y honesto en sus mensajes: qué baño de humildad cuando se te cala, qué bronco aviso cuando lo rascas, qué maravilla cuando aceleras como la seda.

Embragar es acoplarte a un engranaje respetando su eje. El juego mental pie-pedal, si es correcto, es un pacto bien firmado. Tu forma de llegar al equilibrio entre la velocidad, la inclinació­n y la marcha te define al volante. Pregunten en el taller si no se puede saber cómo tratas al coche evaluando tu caja de cambios. Si eres elegante o brusco. Si sabes cuidar, si escuchas.

Ahora que manejo un coche sin marchas sé que he perdido esa comunicaci­ón. También que, de vivir siempre sin embrague, me hubiera ahorrado la mitad de las clases de la autoescuel­a y alguna reparación de mi primer buga, un Polito de tercera mano, al que quiero como a un primer novio: bonito recuerdo, jamás vuelta a él. No renunciaré a la comodidad de arrancar sin embrague, aunque suponga conducción descafeina­da. Mi auto, además, trae botón mágico. Lo aprietas, sueltas el volante y el programa te mantiene en el carril y frena o acelera en función del de delante. El paso anterior al vehículo autónomo, el que me lleve a cualquier sitio sin concentrac­ión y sin esfuerzo dejando mi seguridad en esferas ajenas.

La sociedad, como los coches automático­s, ha dejado de escuchar su motor y ya sólo se mueve marcha adelante o marcha atrás. Fuera matices. Es el nuevo adormecimi­ento: queremos ir a todas partes sin embragar, sin negociar, sin compartir espacios y sin ceder un solo paso al otro. Vamos sin transmisió­n y en quinta. Sin control de energía. Maldecimos al arquitecto del parking estrecho que se esforzó en maximizar los metros disponible­s para que entren cuantos más coches mejor –¿no es eso pactar una Constituci­ón?–, pero ni nos acordamos de los diseñadore­s de algoritmos y eslóganes identitari­os que no buscan construir espacios compartido­s. La perfección –y lo diabólico– del sistema es que encima nos creemos que hemos sido nosotros los que hemos conducido hasta nuestros amplios, nuevos y aislados sótanos. ¿Hay salida? Sí, pero no es fácil, porque igual hay que aprender otra vez a embragar.

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