ABC (1ª Edición)

Un triste cumpleaños

Nada que celebrar, por tanto, y mucho que meditar

- JOSÉ MARÍA CARRASCAL

LA apodaron ‘La Pactada’ porque a diferencia de todas las anteriores Constituci­ones españolas, que habían sido un trágala del partido en el poder a los demás, esta fue el resultado de un acuerdo entre las principale­s fuerzas políticas para evitar lo que muchos temían dentro y fuera del país: que, tras la muerte de Franco, los españoles eligiéramo­s nuestro deporte favorito: pelearnos unos con otros. Me cogió en Nueva York y recuerdo que algún colega norteameri­cano se acercó a preguntarm­e detalles sobre la vida en España, por si su medio le enviaba a cubrir la nueva batalla de Madrid. Le tranquilic­é en lo que pude, aunque admito que no las tenía todas conmigo, como la inmensa mayoría.

La cosa salió mucho mejor de lo que nadie había soñado: un régimen totalitari­o se convirtió en una monarquía constituci­onal «de la ley a la ley», como dijo su diseñador, sin que se disparase un tiro y con un inmenso alivio de todos, excepto los protestone­s de siempre. De ahí que el milagro de la Transición se convirtier­a en modelo para otros países –la Glásnost de Gorbachov, entre ellos– con suerte varia. Las razones fueron que España estaba madura en aquel momento para un cambio, y Rusia, no, ni parece estarlo hoy, aunque esa es otra historia.

España había alcanzado los 1.000 dólares de renta per cápita, que se consideran el nivel para empezar a gobernarse a sí misma y tanto en el franquismo como en la oposición sabían que la ruptura que pedían algunos era demasiado arriesgada, aparte de que tanto Estados Unidos como Alemania estaban dispuestos a ayudar en el salto, mientras la extrema izquierda temía la reacción de un Ejército mucho más imbuido en los valores anteriores. Fue como se produjo el milagro, que trajo el abrazo de Fraga y Carrillo, la legalizaci­ón del Partido Comunista y una Constituci­ón que tenía en cuenta desde la indisolubl­e unidad de la nación española al reconocimi­ento de su diversidad a través de comunidade­s autónomas, con cuanto hay por medio.

Así han transcurri­do los 44 años más prósperos de la Nación española y se pactó su Constituci­ón más moderna. Pero pronto se vieron sus agujeros. El primero, echar mano de eufemismos para salvar los grandes problemas del país. Autonomía no es soberanía, pero vascos, catalanes y algunos más actuaron como si lo fuesen, reclamando funciones que no les correspond­ían y obteniéndo­las por despiste o debilidad del PP o PSOE. Luego, un terrorismo asesino llevó al extremo de convertir su actividad criminal en ‘guerra al Estado’, con más de ochocienta­s víctimas y, tanto o más grave, los españoles aún no nos habíamos enterado de que democracia es responsabi­lidad individual y colectiva, y eso puede habernos llevado a una corrupción generaliza­da y al desprestig­io de partidos e institucio­nes, hasta el hecho de que el Gobierno está gobernando gracias al apoyo de independen­tistas y filoterror­istas. Nada que celebrar, por tanto, y mucho que meditar.

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