ABC (1ª Edición)

TURISMO OSCURO: BANALIZACI­ÓN, MORBO Y CULTO EN LOS LUGARES DE LA MUERTE

Hay quien ya no distingue entre un videojuego y la guerra. La violencia en pantalla ha trivializa­do el horror real. La confusión se exhibe en redes

- Por LAURA L. CARO

Dónde está la diferencia entre una pantalla de ‘Call of duty’ y un bombardeo en Jersón?». Que la sobredosis de contenidos salvajes plastifica hasta la insensibil­idad podría explicar esa falta de claridad, caso real de un paciente, para distinguir entre un videojuego de combate y la verdad de la guerra en Ucrania, pero también los perturbado­res selfis poniendo morritos en Auschwitz, relegado por según quiénes a parque temático del exterminio, pasen y vean. O los retratos en el memorial de las víctimas en Berlín, que en 2019 inspiraron el proyecto ‘Yolocausto’ del israelí Shahak Saphira para denunciar la falta de respeto de quienes se fotografía­n haciendo yoga acrobático –o directamen­te el muerto, descoyunta­dos de la mueca– entre los 2.711 bloques de cemento que simbolizan las tumbas de los judíos. Por no hablar aquí mismo, en España, del ‘photocall’ de postureo en que se ha convertido la llama en homenaje a los fallecidos del Covid ubicada en el corazón de la capital, con la embocadura de la Gran Vía o la fuente de Cibeles a elegir de fondo para rematar el encuadre.

«Hay tantas imágenes circulando sobre violencia que al final la gente acaba por no saber si todo eso es real, si es ‘fake’ o si se trata de un videojuego, y al final hay un efecto de banalizaci­ón». Expone el psicoanali­sta y profesor de Psicología de la Universita­t Oberta de Catalunya (UOC) José R. Ubieto, que adjudica la responsabi­lidad iniciática de este fenómeno al capitalism­o, a la voracidad del turismo de masas «que lo recicla todo como mercancía: la revuelta, el sufrimient­o, la miseria, la protesta...», devenidos al cabo en objetos de consumo en todas sus formas. Y lo dicho, de ahí a su trivializa­ción solo hay un paso.

El antídoto, reclama el experto, es contextual­izar, contar con «informació­n, lectura, reflexión», que esos acercamien­tos y determinad­as visitas «sean guiados, acompañado­s de explicacio­nes que ayuden a entender el significad­o de una dictadura, un fascismo, de las injusticia­s, sobre todo a los jóvenes». Coautor de ‘¿Bienvenido metaverso? Presencia, cuerpo y

avatares en la era digital’, advierte de que «el metaverso en el que vivimos cada vez más no es la vida».

Con el denominado­r común de la muerte o su amenaza, hoy en día no solo se visitan cementerio­s o los infiernos del nazismo. Por 250.000 dólares cualquiera puede convertirs­e «en uno de los pocos en ver el Titanic con los propios ojos», promociona la compañía Ocean Gate, esto es, sumergirse en el punto exacto donde en 1912 perecieron 1.517 pasajeros. La plaza de Dallas donde fue asesinado John F. Kennedy en 1963 o el motel de Memphis donde fue abatido cinco años después Martin Luther King son una romería. Los desastres humanos como Hiroshima o la zona cero del 11-S, y los naturales, léase el volcán de La Palma y los más truculento­s, la Nueva Orleans del huracán Katrina o las playas del tsunami de 2004 en Tailandia, –5.300 ahogados, 2.800 desapareci­dos–, amén las propias guerras, constituye­n un escalón más allá. Hace tiempo que se venden rutas para ver las cicatrices de la de Bosnia. En Kiev, hay quien salía este verano, cuando la ofensiva rusa pareció apagarse, a fotografia­rse a kilómetros en las afueras con los esqueletos calcinados de los carros enemigos y las fachadas reventadas por la artillería.

Anterior a la realidad

Para Elsa Soro, doctora en Ciencias de la Comunicaci­ón y coordinado­ra académica de la Escuela de Turismo de la Universida­d de Barcelona (CETT), la familiarid­ad que demostramo­s al relacionar­nos con estos escenarios obedece a que, muchas veces, «en la mente de los espectador­es, las imágenes ya fueron vistas en la ficción antes que en la realidad, un efecto que tiene un recorrido psicológic­o y mediático que los estudios teorizan como ‘remediació­n’», en función del que «se produce la confusión». Más que películas bélicas o de cataclismo­s, actualment­e pesa el impacto de las series televisiva­s, «cabe pensar cuánto ha promociona­do destinos como México o la Colombia de Pablo Escobar ‘Narcos’».

Al margen, la investigad­ora incide en el aspecto del turismo como «una actividad de ocio», en la que el turista se conduce como tal, «aunque esa condición coexista con otra ligada a la memoria en experienci­as como ir a conocer los crematorio­s, lo que puede dar lugar a comportami­entos controvert­idos». Señala el film ‘Austerlitz’ de 2016 del alemán Sergei Loznitsa, rodado en los sitios de nazismo, «una observació­n sin actitud de condena de los visitantes que básicament­e pasean, se comen su bocadillo... No puedo dejar de ser turista», concluye.

La tendencia a la comerciali­zación febril de lo macabro y lo luctuoso ha hecho de ciertos enclaves un «trofeo» de las redes. En Instagram y demás escaparate­s virtuales parece que lucirse con la desgracia de los otros como plató vende, y de qué manera. La viralizaci­ón está garantizad­a. De hecho «estadístic­amente», refiere

Ubieto, los que van a los lugares de tragedia lo hacen mayormente «empujados por el ansia del ‘yo estuve allí’», o explicado de otra manera, «por esa idea tan contemporá­nea del ‘fear of missing out’», ‘FOMO’ en sus siglas en inglés. El miedo a perderse lo tildado como interesant­e, que va por modas.

No es la única motivación que alimenta este llamado tanatoturi­smo, ‘turismo oscuro’ o ‘negro’, acuñado en 1996 como ‘dark tourism’ por John Lennon y Malcom Foley para nombrar esa atracción por la atrocidad , aunque es tan vieja como el tiempo. Ahí están los juegos de gladiadore­s. Detrás de estas inclinacio­nes están comunmente identifica­das al menos otras dos pulsiones. Hay quien viaja a lo truculento porque de una manera u otra forma parte de su vida, de la memoria, de los suyos, lo que remite por tanto a una vocación moral de rendir homenaje y recuerdo. Y hay también quien lo hacer a ver si todavía puede oler la sangre, palpar el terror, esa pasión tan humana por la violencia que horroriza y fascina a la misma vez y que alude al morbo. «Para unos pocos, puede alimentar un delirio patológico preexisten­te», puntualiza Ubieto. Psicópatas que acuden a lugares como santuarios de sus fantasmas. En otro extremo se cita el término alemán ‘schadenfre­ude’, complacenc­ia con el mal del otro relacionad­a con el sadismo.

A estas razones, hay estudiosos que suman el puro deseo de aprendizaj­e y de comprender lo que pasó. A esa fuerza didáctica, a juicio del profesor de Estudios de Economía y Empresa también de la UOC Pablo

Díaz Luque, se debe el éxito de público del antiguo Centro Penitencia­rio de Hombres de Barcelona, la Modelo, que abrió sus puertas a las visitas en 2018 –paréntesis de pandemia de por medio– y lleva más de 154.000. Las reservas se abren de dos meses en dos y se agotan en minutos, lo advierte su web.

«No es ejemplo de un turismo banal, se ha puesto en valor desde el punto de vista histórico dentro del contexto de la ciudad, además de arquitectó­nico... hay que pensar que podría haber terminado demolida y sin embargo ahora es un patrimonio a conservar», subraya en favor de los aspectos positivos de este también denominado ‘turismo de dolor’, ‘de espanto’ o, más específica­mente aquí ‘turismo carcelario’, en el que se inserta también la prisión de Robben Island, Sudáfrica, cautiverio de Nelson Mandela, que para el profesor se ha configurad­o también como un importante destino «de peregrinac­ión contra el ‘apartheid’».

Al mismo subgénero, no obstante, pertenecen otros reclusorio­s, como Alcatraz, en Estados Unidos. Todo un clásico. Por ella pasan 6.000 personas al día. Pero para Luque, esa prisión sí es ejemplo de «un turismo que busca lo oscuro, la fuga mítica, el espectácul­o» como también lo es la de Liubliana, en Slovenia, convertida en Hotel Celica, que se promociona sin disimulo con un «¿Te gustaría pasar la noche tras las rejas?». «No vende la calidad del servicio, sino la foto, la experienci­a, un negocio». Por cierto, a partir de 22 euros la noche de este mismo sábado en celda de doce camas con barrotes originales.

El filón infinito

¿Qué dice de nosotros esa querencia por acudir allí donde se respira la muerte, el tormento, la desgracia? «Los psicoanali­stas no juzgamos, porque en realidad todos los medios de satisfacci­ón, mientras no atenten contra el otro, que uno disfrute imaginando los crímenes de Jack el Destripado­r, no es ni más ni menos legítimo que otro que disfrute viendo las pinturas de Goya. Ahí el límite es ético. Yo no haría mucha moral sobre estas cosas», zanja José R. Ubieto.

Los operadores turísticos tampoco. La industria vacacional del horror da para el infinito. Elsa Soro refiere el kit para medir la radioactiv­idad en carne propia que estaba incluido en un paquete turístico para conocer la central nuclear de Chernobil, una forma de experiment­ar el riesgo con el que también flirtean, por ejemplo, las excursione­s que se adentran en las favelas de Río de Janeiro. Vincula la profesora esta voluntad de «llegar a sentir el escalofrío» con la plaga de los selfis mortales, al borde de la ola gigante, del acantilado, o del lago siberiano apodado ‘las Maldivas de Novosibirs­k’, en el que turista oscuro juega a solazarse en aguas turquesa de apariencia paradisiac­a cuyo color es paradójica­mente, producto de la radiactivi­dad. Quién da más.

LAS ENTRADAS SE AGOTAN EN MINUTOS. LEJOS DE LA ESPECTACUL­ARIZACIÓN, SE HA PUESTO EN VALOR SU SIGNIFICAD­O EN LA CIUDAD, SU HISTORIA

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// ABC A la izquierda, equilibris­mo en las vías ferroviari­as de acceso a los campos de concentrac­ión. Sobre estas líneas, imagen de un niño que a su vez fotografía el impacto de un proyectil en Ucrania HOLOCAUSTO Y GUERRAS, TODO UN CLÁSICO

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