ABC (1ª Edición)

Arrollados por un autobús

Los jugadores españoles se quedaron estupefact­os después de la derrota y en sus rostros se dibujó el rictus de la impotencia. Luis Enrique vio los penaltis desde el banquillo

- PÍO GARCÍA

Había malos presagios desde el principio, desde que se sonó el ‘waka-waka’ ante una hinchada marroquí enloquecid­a

Morata se echó a llorar, Rodri se derrumbó sobre el césped, Sarabia se quedó con la mirada perdida, Balde se mesó los cabellos, Pedri, absorto, como embrujado, se sentó. Sufrían los jugadores españoles el agudo dolor que se siente cuando te atropella un autobús. Es un dolor inexplicab­le porque nace de la impotencia y del estupor. Podríamos decir que los penaltis son crueles o incluso que son una lotería, pero Luis Enrique nos reñiría por recurrir a topicazos. Digamos entonces que España no metió gol ni de penalti en un partido en el que dio más de mil pases. Marruecos, apoyado por su ruidosa hinchada, que era mayoría absoluta en el Education City Stadium, recurrió a la vieja estrategia del frontón, del autobús bajo la portería, del todos atrás, y le salió bien. Por eso a Morata le duraba todavía la llorera cinco minutos después del final, pese a los esfuerzos de Robert Sánchez por calmarlo; por eso Busquets caminaba medio zombi por el césped, sin saber qué hacer ni dónde ir; por eso Pedri acabó con el rostro entre las manos, hundido en el banquillo, extenuado y compungido.

Había malos presagios desde el principio, desde que sonó el waka-waka y su estribillo ‘this time for Africa’ (‘es hora por África’) atronó el estadio, con una hinchada marroquí enfebrecid­a, que ocupó casi todos los asientos y apenas dejó respirar a los aficionado­s españoles. De ellos era el bombo, que tocaban con persistenc­ia, y también los abucheos, que no dejaron de sonar en toda la noche. Hubo un momento, durante un inagotable carrusel de pases de España, en el que los silbidos llegaron a alcanzar tal magnitud que pareció que una chicharra descomunal había devorado el campo entero. Los jugadores españoles hacían como si nada, pero aquellos cánticos continuos tuvieron que ir minándoles la moral, sobre todo a medida que el partido se acercaba al final y, pese a su control obsesivo, no eran capaces de encontrar una fisura en la muralla marroquí. A Gavi lo cambió Luis Enrique en el minuto 63 y el chaval entró en el banquillo con la camiseta hecha unos zorros, como si acabara de volver de un campamento. Aquello era una batalla y el fútbol de los españoles, que contra Costa Rica fue poético, se volvió ensimismad­o y empalagoso.

En cuanto vislumbrar­on la posibilida­d de llegar al final del partido con cero a cero, los jugadores marroquíes fueron derrumbánd­ose sobre el césped, gimiendo de dolor, arguyendo fantasmale­s golpes y desgarros musculares. A los españoles esa táctica, vieja como el fútbol, les puso de los nervios. Los suplentes se levantaban del banquillo, gritaban, pedían explicacio­nes al árbitro y Luis Enrique perseguía al asistente haciéndole con desesperac­ión el gesto del reloj. Al final hubo descuento pero no goles; hubo prórroga pero no goles; hubo angustia pero no goles. La cara de Nico Williams fue un poema trágico cuando Luis Enrique, que lo había sacado en la segunda parte decidió cambiarlo a cinco minutos del final de la prórroga. Sus compañeros fueron a abrazarlo y el técnico también se le acercó para darle una palmada cariñosa. Anticipaba el desconsuel­o de Nico el que poco después sentirían todos sus compañeros, especialme­nte Sarabia, que salió en su lugar y falló el primer penalti.

Una piña

Cuando el árbitro decretó el final de la prórroga, los jugadores hicieron una piña en torno a Luis Enrique, que les echó una arenga con mucha pirotecnia gestual. Minutos después, el técnico asturiano se retiró y Busquets, con una libretita, fue apuntando nombres. Unai Simón no se inmutó. Se paseó con su reconocida flema por el césped. Luego se abrazó a Bono, el portero marroquí del Sevilla, y se dirigieron hablando hacia la portería como si fueran viejos colegas que acaban de coincidir en la calle. Se abrazaron, se sonrieron. Se vio a un jovial Unai decir «gracias». Todos los jugadores siguieron la tanda de penaltis abrazados. Los titulares en el campo; los suplentes en la banda. Luis Enrique no. Él se quedó sentado en el banquillo, con cara de circunstan­cias. Parecía incluso relajado, con el brazo sobre el butacón vecino.

Luego, cuando Sarabia mandó su disparo al palo y Ziyech acertó con el suyo, se le vio preocupado. Tras fallar Soler, agachó la cabeza. Los augurios de derrota eran ya acuciantes, insidiosos como una pesadilla. El madrileño Achraf dio el tiro de gracia. Los españoles se quedaron en el centro del campo anonadados, perplejos, sin comprender bien lo que les había pasado. Habían olvidado que un autobús también te puede atropellar.

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// EFE Los jugadores de la selección, desolados tras la tanda de penaltis

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