El comercio con los fantasmas
La literatura es una paradoja. Niega la realidad y la aviva. Como el fuego, alumbra la noche en la que vivimos
ES imposible definir qué es la buena literatura y mucho menos dar con la clave secreta que garantiza una buena pieza, un buen libro. Kafka diría que es el comercio con los fantasmas, y yo rebajaría su definición comparándola con un milagro igualmente improbable, un buen dry martini. Palabras que filtran la realidad con una temperatura, un tinte o un aroma específico, a veces único, y que al leerlas reconstruyen algo que se parece al mundo pero que no lo es. Porque la literatura además es una paradoja. Niega la realidad y la aviva. Como el fuego, alumbra la noche en la que vivimos, y abre puertas secretas a la periferia, a los sueños, a los instintos, a los puntos ciegos desde donde se recorre el mundo de forma distinta. El paseo es grato y provechoso si hay literatura. De lo contrario es una pérdida de tiempo.
En los años treinta, en América Latina, la literatura trató de recrear un nuevo mundo a imagen y semejanza de sus personajes vernáculos, de los usos, costumbres y padecimientos del indio, el negro, el montuvio, el gaucho. El acento se puso luego en otro lado. No en la vida exterior, visible y denunciable, sino en el mundo interior. En la mentalidad mágica de estos mismos personajes, que explicaban la realidad apelando a los mitos y leyendas que habían asimilado desde siempre. Un giro de tuerca nos dejó sembrados un buen tiempo en el realismo mágico, ese truco de prestidigitación que alternaba la sorpresa y el pasmo ante la técnica moderna, incluso ante baratijas como los imanes y las lupas, con la apática reacción ante la presencia de fantasmas, alfombras voladoras o las epidemias bíblicas.
Vino también la experiencia urbana y la cosmopolita y la autobiográfica y la distópica, mil cosas más, y hoy la literatura, para dicha de Kafka, vuelve a comerciar con los fantasmas. Pero con los de verdad, los que asustan porque alteran la cotidianidad y expresan un mal profundo, no con los mansos y rutinarios de García Márquez. Y si es así se debe a la argentina Mariana Enriquez. En España las presentaciones de ‘Un lugar soleado para gente sombría’, su última recopilación de cuentos, se han anunciado como conciertos de rock, con carteles pegados en las calles, y ‘Nuestra parte de noche’ acumula más de veinte ediciones.
La razón es que Enriquez ha dado con una fórmula nueva para hablar de la realidad latinoamericana. Lo suyo es un oxímoron, un naturalismo gótico. En sus cuentos los engendros son un síntoma más, como la delincuencia o la drogadicción, de una hecatombe social; del deterioro de los pueblos que se quedan al margen de las rutas turísticas, o de la mengua de los barrios que sucumben a las quiebras económicas. Los fantasmas se manifiestan en sus cuentos como las pestes en tiempos de guerra o el hambre en medio de una sequía. Esa es su gracia, la mezcla de los dos planos. Mientras el fantasma reclama atención, con el rabillo del ojo, al fondo, alcanzamos a intuir el espeluznante drama social que lo genera. Y eso es lo que de verdad da miedo.