ABC (1ª Edición)

Seis mil noches infinitas

Se cumplen hoy 15 años de la muerte de Antonio Vega, una de las figuras fundamenta­les del pop español. Alfonso J. Ussía relata un día junto a él

- ALFONSO J. USSÍA

Los locales de ensayo estaban en Vallecas. Era un edificio con un punto brutalista, de grandes ventanales amarillos que miraban hacia donde terminaba la ciudad. Cuando me marché la noche anterior, a las cuatro de la madrugada, Antonio trabajaba la estructura de una canción con unos riffs de guitarra eléctrica que repetía en bucle mientras arpegiaba los espacios que quedaban entre los compases. Eran melodías en acordes menores que resonaban por el ‘delay’ de pedal que aplicaba a las notas, como si poco a poco se apagara el sonido en una sucesión de repeticion­es que te llevaban a lugares sombríos, lejanos y desconocid­os. Era un ambiente de profundida­d, un escenario de película muda que iba tomando fuerza a medida que su guitarra introducía otra vuelta más. Él permanecía de pie, encorvado, tan concentrad­o que, cuando me despedí, apenas asintió con la barbilla. No se me quitó de la cabeza esa canción en todo el trayecto hasta mi casa, en Ventura de la Vega.

Cuando me levanté al día siguiente, volvió de golpe esa música. Podía parecerse a ‘San Antonio’ o a ‘Océano de Sol’, dos himnos que dejaban entrever que Antonio hacía canciones en dos mundos distintos. El suyo y el de todos los demás. También tuve claro, nada más abrir los ojos, que debía volver al local porque esas noches no tenían horas suficiente­s que calmaran su curiosidad. Ese cuarto con cables, amplificad­ores, guitarras, sintetizad­ores y teclados era su hogar. Después de dos o tres intentos, al final me contestó al teléfono y le vi aparecer por el pasillo para abrirme la puerta.

Un día normal

Era un día normal, sin conciertos ni promoción que atender. Un día de tantos en los que su vida seguía haciéndose canción y la mía, novela. Cogimos el coche para hacer algunos recados. Una parada cerca para conseguir provisione­s y después nos fuimos a Bosco, en la calle Fernández de la Hoz. Necesitaba varios juegos de cuerda, púas y cambiar uno de los cables que comenzaba a ensuciar de ruido las maquetas que estaba grabando. No pudo evitar probar alguna de las guitarras que estaban en oferta y, nada más enchufar una de ellas, volvió al instante en el que se había quedado la noche anterior. Media tienda boquiabier­ta y la otra media le rodeó para escucharle. Me divertía el runrún que generaba, entre admiración y distancia, entre devoción y asombro. Se encaprichó de la guitarra y la metimos en el maletero. De ahí nos fuimos a mi casa a recoger un micrófono omnidirecc­ional. Paseábamos Echegaray cuando le invadió un hambre voraz. Antonio atendía su cuerpo en los impulsos, tenía antojo de comer un bocadillo de lomo, queso y pimientos, y nos apoyamos en la barra de un bar. El camarero le dijo que ‘La chica de ayer’ era su canción con su mujer y que le había visto tocar muchas veces. Antonio le pidió que la llamara por teléfono y le tarareó el estribillo mientras la cara del tabernero brillaba como la de un niño en la noche de reyes. Nos invitó a los bocadillos y seguimos con la rutina de no seguir ninguna.

Durante los trayectos en coche escuchábam­os ‘No me iré mañana’, uno de sus mejores discos de estudio. Comentábam­os cada canción, acorde, letra...; era una suerte conocer el porqué de cada cosa. Al poco, Antonio se quedó medio dormido. Llevaba dos días enteros sin pegar ojo y me relajaba verle descansar, aunque fuera de manera intermiten­te. Ese día haría la vuelta más larga. Algo así como acercarse a Vallecas desde el centro vía Guadalajar­a. Tenía claro que en cuanto llegáramos a los locales de ensayo, él volvería a encerrarse en ese sitio donde ordenaba sonidos. Aunque la respiració­n era profunda, cuando me pasé la salida de la carretera pronunció un «te has pasado, tío». Compramos en la tienda de la gasolinera donde empezó todo unas

«Antonio era ese tipo que, aunque mirara al suelo, en realidad descansaba de mirar tanto al cielo»

cuantas latas de fanta de naranja y después, ya en el local de nuevo, me senté en un amplificad­or mientras Antonio se metía de lleno en ese lugar que se estaba formando, como si naciera una nueva galaxia que después haría nuestra sobre el escenario de Clamores, Galileo, el Palermo o cualquier otro garito de humo y distancia corta.

«Quiero que esta canción sea como una fuga, una composició­n con cuatro partes que vaya de menos a más y termine explotando en rock’n roll, tío», me dijo. La canción era ‘Caminos infinitos’, y posiblemen­te todo esto se resuma simplement­e a eso. A seguir siendo el mismo tipo que con veinte años conoció el miedo y la furia, la magia y la precisión, el vértigo y la carretera. Porque los caminos que se cruzaron a principios de dos mil serían infinitos desde entonces. Decía Oscar Wilde que «todo el mundo está en el foso, pero algunos miran hacia las estrellas». Antonio era ese tipo que, aunque mirara al suelo, en realidad descansaba de mirar tanto al cielo. Y como no podía ser de otra manera, se quemó demasiado al entrar en nuestra atmósfera porque eso les pasa a los cometas cuando vuelan libres y en picado. Hoy, quince años después de que se apagara, estoy convencido que nuestro camino es infinito. Y ahí siguen los locales de Vallecas, el bar de Echegaray, la sala Clamores, el Penta o Sonoland. Porque, si por un momento alguien piensa que todo se acabó, en realidad, no había hecho más que comenzar.

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// DE SAN BERNARDO Antonio Vega, durante un concierto en Alcalá de Henares en agosto de 2004
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// ABC Vista de Madrid a través de la ventana del local de ensayo donde trabajaba Antonio Vega
 ?? // ABC ?? Dos imágenes de Antonio Vega junto al autor de este artículo
// ABC Dos imágenes de Antonio Vega junto al autor de este artículo

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