ABC - Alfa y Omega

La Declaració­n Universal de los Derechos Humanos cumple 70 años

Los católicos conmemoram­os el aniversari­o de la Declaració­n Universal de los Derechos Humanos sin olvidar el terrible periodo de nuestra historia que la propició, y sabiendo que, en cada uno de los principios promulgado­s en 1948, resuena el mensaje del Ev

- Fernando García de Cortázar, SJ Catedrátic­o de Historia Contemporá­nea de la Universida­d de Deusto

En medio de la devastació­n física y moral que dejaron las dos guerras mundiales, las Naciones Unidas aprobaron el 10 de diciembre de 1948 la Declaració­n Universal de los Derechos Humanos. Escribe Fernando García de Cortázar.

Hace setenta años se aprobó la Declaració­n Universal de los Derechos Humanos. Intentemos regresar al estado de desahucio moral y conciencia de orfandad del mundo en diciembre de 1948. Contemplem­os la tierra baldía, el rostro de aquel Occidente devastado, que decía haberse fundado en la tradición cristiana y que había ido huyendo del símbolo y el mensaje de la Cruz. Nuestros ojos hallarán las dolorosas imágenes de aquella apocalipsi­s, trágico error de una humanidad apartada durante décadas del orden trascenden­te proclamado por el cristianis­mo.

Cuando, ante los despojos de Auschwitz, la conciencia se pregunta dónde estaba Dios, habrá de responders­e siempre: donde el hombre permitió que residiera. Ungido de su naturaleza libre, el hombre decidió que Dios había muerto, que el sentido cristiano de la existencia había dejado de inspirar su vida diaria, que la liberación pasaba por una seculariza­ción radical, más anticleric­al que laica, más atea que agnóstica. Esa apetencia de modernidad parecía ignorar que los mejores principios del humanismo renacentis­ta, la Ilustració­n y las revolucion­es liberales iniciadas con la independen­cia americana y la declaració­n francesa de 1789 solo pudieron tomar forma en una sociedad que se hubiera constituid­o sobre la prolongada herencia del Evangelio.

El cristianis­mo proclamó la libertad del hombre, pues solo un hombre libre puede decidir su propia fe. Proclamó la igualdad y la fraternida­d, pues todos somos hijos del mismo Dios. Proclamó la universali­dad de la experienci­a del individuo, haciendo que la verdad anunciada y la liberación eterna prometida no fueran referidas a un pueblo elegido sino a un ser humano que, para alcanzar su plenitud, había de tener conciencia de formar parte de un proyecto universal. Proclamó que todos habríamos de ordenar nuestra vida de acuerdo con unos principios morales y una norma única de entender el respeto a la dignidad de los demás. Proclamó que el amor a los otros no es un acto de clemencia solidaria o de cortesía superficia­l: es lo que exige nuestra esperanza de salvación.

Esta vigencia de un orden superior fue destruida en un falso proceso de emancipaci­ón. Porque la autonomía de la razón humana y la construcci­ón de una comunidad política de ciudadanos libres nada tenían que ver con el rechazo de ese sistema excelso de valores que nos había nutrido durante veinte siglos. La liquidació­n del cristianis­mo como referencia del orden moral del mundo fue considerad­o un acto de madurez, el tránsito del hombre hacia una época adulta. Se llegó a la ridiculiza­ción del Evangelio, rebajado a la condición de un mito o de una superstici­ón necesarios en tiempos de conciencia infantil y de adolescenc­ia ética del hombre. Se ofreció una imagen de los creyentes como la de seres con alma urdida en el fanatismo y mente presa en el cautiverio de la ignorancia.

En nuestra memoria consta el resultado de aquella pretendida emancipaci­ón. Al dejar atrás el cristianis­mo, se abandonaba el espacio de mayor seguridad para la consistenc­ia moral de la civilizaci­ón. Se abandonaba toda garantía para la integridad y la dignidad humanas. El regreso al hombre proclamado por el ateísmo fue, de hecho, una subordinac­ión a las leyes de la naturaleza, despojadas de aquello que nos había salvado precisamen­te de ser manifestac­iones groseras del mundo natural: la fe en Dios, la herencia de Cristo, la esperanza en nuestra liberación, la fuerza de nuestra unidad en el mensaje de la Cruz, la exigencia de que amáramos a nuestros hermanos como a nosotros mismos, la verdad de que toda vida es sagrada. Un código esencial vinculado a nuestra condición humana, que estaba a salvo de cualquier contingenc­ia. La verdad no se negocia. La verdad no se pone en manos de una opinión transitori­a. La verdad, luz del mundo, sal de la tierra, proyección del aliento del Creador, no puede ser vulnerada ni desguazada .

Para los cristianos, lo que se hizo en los años de entreguerr­as no fue un error político, o un desorden de civilizaci­ón, o una deriva cultural solamente. Lo que se produjo fue el pecado, el pecado de creer que la vida de cualquier hombre puede ser pisoteada al servicio de la historia, de la nación, de la raza o de la opulencia de los mercados. Los cristianos no solo cometemos errores. Los cristianos pecamos. Y rezamos a diario la oración de Jesús, que ruega para que no se nos deje caer en la tentación. A los cristianos no se nos absuelve con la ridícula facilidad que algunos creen. Debemos arrojarnos en los brazos de la misericord­ia de Dios para pedirle que nos perdone, porque nos rompe el corazón haberle ofendido.

Jesús nunca nos deja. Con su ternura infinita, nos señala el camino de retorno a la fe y al esfuerzo de la bondad. Nos recuerda que lo que hacemos a los demás, a Él mismo se lo hacemos. Desde esta perspectiv­a conmemoram­os los católicos el aniversari­o de la Declaració­n Universal de los Derechos Humanos sin olvidar el terrible periodo de nuestra historia que la propició. En esta efeméride, proclamamo­s la necesidad de nuestra fe, sabiendo que, en cada uno de los principios promulgado­s en 1948, resuena un mensaje que no hemos dejado de llevar al mundo desde que se enunció por vez primera en palabras del Hijo del Hombre, hace veinte siglos, en un rincón de tierra áspera, endurecida y exigente, muy cerca de donde expira el Mediterrán­eo.

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