¿LIBERTAD DE IMPORTUNAR?
«La libertad individual, incluida la sexual, es una conquista de la civilización que debemos preservar»
CELEBRO que cien mujeres, entre ellas Cathérine Deneuve, hayan provocado un debate necesario sobre la «libertad de importunar» con la tribuna que publicaron en «Le Monde». Porque la campaña contra el abuso sexual, una de las conductas humanas más repugnantes y menos castigadas, corría el peligro de perder autenticidad y vigor moral, petrificándose, como tantas otras causas, hasta convertirse en un ladrillo más en la fortaleza de la corrección política.
El texto de las cien firmantes acierta en algunas cosas, como en la defensa de la libertad individual, la denuncia de la persecución indiscriminada contra prácticas que difieren mucho entre sí y la impugnación del clima de soplonería de las redes sociales. Pero comete muchos errores, algunos graves. Los principales son tres: no guardar las proporciones justas (no carga las tintas lo suficiente contra las distintas formas de abuso sexual); no fijar una frontera clara entre la seducción galante y la abusiva invasión de la esfera individual de la persona que es objeto de abuso, y no distinguir entre la mujer que tiene armas para defenderse del acosador y la que no las tiene.
Campañas como «Metoo» o «Balancetonporc» han creado un ambiente en el que todos son culpables antes de que se sepa exactamente qué han hecho o dicho y en el que una frase estúpida pronunciada en un cóctel ha pasado a tener, en el imaginario colectivo, la misma gravedad que una violación porque la delación y la acusación se han vuelto más importantes que aquello que delatan o aquello de lo que se acusa al acusado. También es cierto, como afirman Deneuve y las otras firmantes, que hay en Estados Unidos un puritanismo que poco tiene que ver con la moral pública o privada, y mucho con la limitación de la expresión y la conducta personales. Esto ha llegado a niveles tan estúpidos que hay campañas para retirar un cuadro de Balthus del Met, peticiones para que se pongan advertencias debajo de los dibujos de Egon Schiele y poco falta para que haya que retirar «Lolita» de los anaqueles públicos.
Nada hizo más daño a la causa de la igualdad ante la ley de los descendientes de esclavos en los Estados Unidos que la transformación de la heroica gesta de los derechos civiles en un conjunto de políticas colectivistas bajo el pretexto del multiculturalismo y una moda, la de la corrección política, que pretendió convertir el canon occidental, es decir siglos de una civilización traumáticamente conquistada, en un legado hecho únicamente de colonialismo y racismo. Del mismo modo, nada haría tanto daño a la causa de la igualdad de la mujer y el hombre ante la ley, y a la lucha contra ese bárbaro abuso de poder que es todo acoso sexual (y no se diga nada de la violación), como inhibir el arte de la seducción y secar la imaginación erótica de la gente a punta de agresiones mediáticas o judiciales o políticas contra todo bípedo que no se declare un feminista militante.
El caso Weinstein ha tenido, por tratarse de Hollywood, la doble virtud de dar una exposición amplia a una de las lacras de la vida en sociedad –el sexo como instrumento de dominio– y de recordarnos que no hay institución ni persona que, si acumula un poder excesivo, resista la tentación de utilizarlo contra el ser más débil. Castigar o prevenir esa conducta vomitiva es la primera prioridad; inmediatamente después está la necesidad de recordar, como lo hace algo torpemente el texto de Deneuve y compañía, que la libertad individual, incluida la sexual, es una conquista de la civilización que debemos preservar.