Doñana, del hato al palacio
Los investigadores se debaten entre dos mujeres cuyo nombre dio origen al topónimo de la Reserva de la Biosfera: una, de origen trabajador; la otra, de alta cuna. Las dos se llamaban Ana y fueron contemporáneas
El Espacio Natural de Doñana, Reserva de la Biosfera y Patrimonio de la Humanidad, es uno de los entornos más protegidos del mundo desde que a finales de la década de los 60 se declarara Parque Nacional. Las estrictas normas que lo rigen, cada vez más severas, son motivo hoy día de controversia dentro de los núcleos de población que lo circundan y objeto de continuo debate para políticos, gestores, ecologistas y la ciudadanía en general, que tiende cada vez más a verlo como un reducto inexpugnable vedado al hombre. Pero no hace tanto, si acaso unos tres siglos atrás, este paraje de naturaleza exuberante y algo despiadada suponía el modo de vida para aquellos que se atrevían a lidiar con sus difíciles condiciones. La caza y la ganadería, amén de otros aprovechamientos más discretos que a duras penas se conservan a día de hoy, constituían el pan de algunas familias de las localidades del entorno, que obtenían la gracia de la gestión de un puñado de hectáreas de terreno de parte del señor que ostentase la titularidad de las tierras en ese momento.
Domingo Muñoz Bort, historiador por las Universidades de Sevilla y Barcelona y director del Centro de Documentación Histórica del Ayuntamiento de Almonte, detalla en un estudio publicado en la revista Exvoto —citando a su vez las investigaciones toponímicas realizadas por María del Carmen Castrillo—, cómo desde principios del siglo XVI era el Concejo o Ayuntamiento de Sanlúcar de Barrameda quien facilitaba las licencias para la explotación de este espacio a sus conciudadanos. Sin embargo, no es hasta la llegada de los duques de Medina Sidonia a Sanlúcar de Barrameda por el año 1538, cuando se inicia la ocupación y el acotamiento de las tierras para uso privativo de esta casa señorial de lo que por entonces se conocía como Bosque de las Rocinas. Tal vez por ello, el origen del nombre de Doñana por el que hoy conocemos este enclave ha sido asociado al nombre de pila de Ana Gómez de Silva y Mendoza, la que fuera esposa de don Alonso de Guzmán, VII duque de Medina Sidonia, a la que, según publicaba en 1760 el entonces administrador de la Casa Ducal, Juan Pedro Velázquez Gaztelu, le gustaba pasar temporadas en estos parajes donde podía practicar su afición a la caza.
La Casa de Medina Sidonia
Sin embargo, esta teoría fue contradicha por una de las mayores estudiosas del archivo de la Casa de Medina Sidonia que han existido: su última duquesa, Luisa Isabel Álvarez de Toledo, quien como narra Muñoz Bort, advirtió a los investigadores de que nada tuvo que ver doña Ana de Silva con la construcción de una casa en lo que también se conocía como «la otra banda del río», a mediados del siglo XVI, supuesto germen del nacimiento del coto. Fue sin embargo otra noble, la condesa de Niebla, que ni siquiera se llamaba Ana, sino Leonor de Sotomayor. De hecho, a aquella duquesa de nombre Ana, que era hija de la famosa princesa de Éboli, la caza no le interesaba lo más mínimo y no digamos ya el ambiente silvestre, y no pisó aquellos lares hasta 1581. Ya por entonces, el lugar donde el VII duque había mandado construir «algunas cabañas pajizas» que más tarde se incendiaron y que se rehicieron en material a partir de 1575, era conocido como el Hato de Doña Ana.
No obstante, aunque la advertencia de la controvertida aristócrata fue poco tenida en cuenta por el gran público, hace que la balanza se incline hacia la otra gran teoría sobre el origen del topónimo del Espacio Natural de Doñana, que como coto no aparece registrado en documento alguno hasta principios del siglo XVIII. Esta versión achaca el nombre de Doñana a doña Ana Mallarte, una mujer de origen trabajador aunque acomodada, de comportamientos inusuales para la época, lo que pudo convertirla en una especie de celebridad entre sus vecinos hasta el punto de marcar con su personalidad un territorio entero.
Así, según explicó la duquesa Luisa Isabel a Javier Castroviejo durante una conversación que él publicó en 1993, era costumbre que la Casa Ducal arrendase a los locales los pastos del Bosque de Las Rocinas por periodos de entre tres y diez años. Eso fue precisamente lo que hizo en 1545 con Sancho de Herrera, un ganadero acomodado casado con una mujer llamada Ana Mallarte, que comenzó a frecuentar el lugar para gestionar su «hato» —como se denomina a un conjunto de cabezas de ganado, al lugar destinado a su cría o incluso al enclave elegido por los pastores para comer y descansar mientras vigilaban a las reses—, y que incluso pudo levantar en la zona una humilde choza en la que pasar temporadas. «Bien sea a su continuada presencia en aquella zona, a su personalidad, al hecho de que una mujer anduviese sola por aquellos parajes o por las razones que fuese, estos terrenos empezaron a conocerse como el hato de Doña Ana», narra Castroviejo.
De hecho, Muñoz Bort coincide en describir tan inusual figura como el condicionante para que el nombre de Mallarte pasara a la historia. «Debemos tener en cuenta que no sería nada frecuente ver pasear por aquellos parajes a una mujer sola a caballo», advierte el investigador.
Transcurrieron por tanto 20 años hasta que el duque mandó construir las referidas «casas pajizas»; tres décadas hasta que se levantaron las casas de material que dieron lugar a lo que hoy se conoce como Palacio, edificio que no pudo ser utilizado hasta 1577, cuando contó con solería y otros detalles imprescindibles para su habitabilidad. Cuando Ana de Silva visitó por primera vez aquel lugar cuatro años más tarde, el enclave ya llevaba el topónimo derivado de la presencia de Ana Mallarte y de hecho, según las investigaciones de María del Carmen Castrillo realizadas en el Archivo de la Fundación Casa de Medina Sidonia de Sanlúcar de Barrameda, es en 1567 cuando el nombre de Doña Ana aparece por primera vez impreso en un escrito, un documento contable titulado «Cuentas de los gastos hechos en la fábrica y obra de la casa del hato de
Primeras construcciones
En 1575 se conocía la zona como el «Hato de Doña Ana», donde se construyeron unas casas pajizas
Misterio
Hay estudios que hablan de la esposa del VII Duque de Medina Sidonia, y otros de la esposa de un ganadero
Dª Ana de la otra vanda de Sn Lucar en el Bosque de Las Rocinas».
Para el autor, el hecho de que haya predominado el vínculo de la nomenclatura de este espacio con Ana de Silva con mayor fuerza y extensión que con Ana Mallarte, a pesar de la presencia previa y continuada de esta última en aquellos lares, puede achacarse a que la duquesa era conocida por todas las capas de la sociedad del momento y a que de su voluntad dependían los destinos del lugar, por no hablar de la tendencia del pueblo llano a «emular» a los personajes objeto de admiración, como en aquella época eran los miembros de la nobleza. «Una leyenda se soporta mejor con personajes nobles que con personajes villanos», zanja Muñoz Bort.
A finales del siglo XVI, en 1599, el propio conde de Niebla se refiere por primera vez al Bosque de Las Rocinas como Bosque de Doña Ana, en un documento en el que se recoge el nombramiento de un cargo que afectaba a su Condado y las villas en él incluidas, entre ellas Almonte, donde se documenta por primera vez la referencia a Doña Ana algo antes, en 1587, en alusión al nombre por el que ya se conocía entonces una venta «erigida en el único camino que unía vía terrestre los pueblos de las actuales provincias de Huelva y Cádiz y su importante tráfico comercial y de viajeros, diese a conocer y a expandir el nombre del paraje de Doña Ana y el posterior de Doñana». El documento, de hecho, es la escritura de un alquiler de dicha venta al que era su propietario, el clérigo Francisco Hernández Pichardo. Estas referencias al entorno (bosque), las casas o a la venta como «de Doña Ana» se van repitiendo en diversos documentos hasta principios del siglo XVII y esta nomenclatura convivirá con el topónimo contraído de «Doñana» en aquellas primeras décadas del siglo XVII, aunque este último ya era empleado por los locales de Almonte a finales del XVI, mientras que sus vecinos sanluqueños emplearon mayoritariamente «el contraído y disminuido de Oñana, aunque finalmente a ambos lados del río fue Doñana la voz que se impuso».