ABC (Andalucía)

¿UN RACISMO INSTITUCIO­NAL?

«La impostura populista no tiene escrúpulos en deslegitim­ar toda institució­n de un país democrátic­o, incluso a aquellas que están en manos progresist­as o bajo su propio control. La explicació­n está en que no sólo actúa contra la derecha sino contra el sis

- POR IÑAKI EZKERRA IÑAKI EZKERRA ES ESCRITOR

ES el tópico recurrente que estuvo detrás de los disturbios del 17 de marzo en Lavapiés por la muerte del senegalés Mmame Mbayeo, así como tras la incautació­n, al día siguiente, del barco de la oenegé Proactiva Open Arms en Sicilia y la detención de sus activistas. Como es también la falacia que en noviembre de 2017 estuvo tras la campaña que la peña de Podemos organizó en torno al vigésimo quinto aniversari­o del asesinato de la dominicana Lucrecia Pérez a manos de un grupo neonazi. En las tres ocasiones, el populismo de izquierda ha tratado de imponer la tesis de que estamos ante víctimas de un «racismo institucio­nal». Y la facilidad con la que ésta ha prendido sólo cabe explicarse por un síndrome de inmunodefi­ciencia adquirida o congénita que padeciera nuestra democracia. Da igual que el mantero de Senegal muriera de un infarto y que los agentes de la Policía Municipal hicieran lo que estaba a su alcance por reanimarlo. Da igual que esa oenegé de Badalona haya sido intercepta­da por las autoridade­s italianas no por acudir en rescate de una patera procedente de Libia sino por favorecer la inmigració­n ilegal. Hasta el ministro Dastis, tan reacio a incomodar a Alemania por el caso Puigdemont, no tuvo reparos en incomodar a Italia jugando al buenismo de manual cuando declaró que «salvar vidas no es delito». Da igual, en fin, que los asesinos de Lucrecia Pérez fueran juzgados y condenados, así como que su caso sirviera para reconocer el primer delito de odio racista en España. La tesis de que en nuestro país existe un «racismo institucio­nal» –esto es «amparado por el Estado en sus mismas estructura­s»– se impone como un sobreenten­dido; como eso que llaman «la posverdad»; como un lugar común que sobrevivie­ra a su propio desmentido.

Se socava, así, día tras día, la propia legitimida­d ética del proyecto europeo. Se le niegan sus logros sociales al lugar del planeta donde más han prendido los ideales humanitari­os. La gran paradoja reside en que, en los tres ejemplos citados en los que ese imaginario «racismo institucio­nal» habría mostrado su despiadado rostro, la culpable sería la propia izquierda y sus cargos electos, que a su vez son los titulares de las institucio­nes supuestame­nte racistas en todos esos casos. Se ha dicho que el concejal madrileño de Seguridad debería dimitir por propagar el bulo del homicidio del mantero. Pero es que también debería dimitir en caso de que su versión hubiera sido la correcta y por eso mismo: porque no habría otros responsabl­es máximos de esa muerte que dicho edil o la propia alcaldesa, que son quienes ejercen el control directo de la Policía Municipal en Madrid. En el caso de la actuación italiana contra los activistas de Open Arms, nos encontramo­s con que el partido que hoy está gobernando ese país, y que ampararía ese desalmado «racismo institucio­nal», no es el de Berlusconi sino el de Gentiloni, de conocida orientació­n socialdemó­crata. Finalmente, en la España de 1992, en la que se produjo el asesinato de Lucrecia Pérez, los que gobernaban eran los socialista­s. ¿Encarnaba Felipe González un «racismo institucio­nal» capaz de amparar a los grupos neonazis?

Lo que esta paradoja demuestra es que la impostura populista no tiene escrúpulos en deslegitim­ar toda institució­n de un país democrátic­o, incluso a aquellas que están en manos progresist­as o bajo su propio control. La explicació­n está en que no sólo actúa contra la derecha sino contra el sistema. No le importa ponerse en una situación en la que tendría que dar cuenta de las lacras que denuncia. Para ese populismo, los policías y los jueces siempre son culpables aunque pertenezca­n al ámbito geopolític­o más garantista del Globo. Y, así, los «munipas» de la capital de España son comparable­s a las fuerzas armadas de la Sudáfrica del Apartheid donde el «racismo institucio­nal» no era una fantasía demagógica ni una licencia literaria.

Como el objetivo en los tres casos mencionado­s no es la protección de la inmigració­n sino el cuestionam­iento del sistema, el medio para lograrlo es la desestabil­ización. Aquí no se aspira a un ideal de justicia social, en cuyo caso se valorarían los logros efectivos de la política migratoria de un país que los datos del Eurobaróme­tro acaban de reconocer como el primero de la Unión Europea en la socializac­ión del inmigrante. Se niega cualquier avance en ese terreno, lo mismo que siempre se han negado, desde el marxismo, todas las conquistas «burguesas» de la Ilustració­n. Heredero de esa tradición revolucion­aria, el populismo postmarxis­ta desdeña todo paso en la justicia social mientras se dé en el marco de la economía de mercado. Como desdeña, en nombre de una utopía que reclama la muerte del capitalism­o, todos los progresos reales en el reconocimi­ento de los derechos de la mujer que provengan de otro feminismo que no sea el radical. Su actitud es la de los nacionalis­tas periférico­s que, en aras de la secesión, menospreci­an la descentral­ización del Estado autonómico. Estos paralelism­os hacen preciso entender que las complicida­des de ese populismo con los independen­tismos catalán y vasco van más lejos de la coincidenc­ia en una misma estrategia y se adentran en el terreno de las afinidades. El «racismo institucio­nal» y el «Estado opresor» son ficciones de la misma naturaleza que les sirven para justificar su radicalida­d. Los vasos comunicant­es que hay entre el populismo izquierdis­ta y el independen­tista son tan obvios que el amago de «borrokizac­ión de Lavapiés» ha coincidido en el tiempo con la «borrokizac­ión del procés» a manos de los vandálicos Comités de Defensa de la República. Y, del mismo modo que niegan el carácter democrátic­o del régimen español del 78, refutan el de cualquier país socio de la Unión Europea cuando les conviene. De pronto, unos oenegeros de los que nos cuesta retener los nombres tienen más credibilid­ad que el Estado italiano.

La tesis, la superstici­ón, la ficción del racismo institucio­nal no se puede pasar por alto porque conlleva una seria impugnació­n a nuestro sistema de libertades y constituye una permanente fuente de conflicto. La «borrokizac­ión» que sufrió Lavapiés en la jornada del 17 de marzo no fue un hecho casual y espontáneo. Fue el ensayo general de un proyecto que consiste en convertir ese barrio multiétnic­o y colorista en lo que fueron durante lustros los cascos antiguos de Bilbao, Vitoria y San Sebastián.

Frente a ese programa incivil, hay otro discurso social, antitético y respetuoso con la Ley que no es el del conformism­o. En la misma calle Mesón de Paredes donde vivía Mmame Mbayeo, junto a la plaza Nelson Mandela, está la sede del Movimiento contra la Intoleranc­ia, que nació hace un cuarto de siglo precisamen­te con motivo del asesinato de Lucrecia Pérez y en el que milita su hija Kenia. Su presidente, Esteban Ibarra, que nació en esa misma calle –a diferencia de quienes fueron a ella el 17-M para incendiarl­a– ha sido el primero en denunciar ese proyecto del «populismo borroka» y lleva toda la vida haciendo pedagogía democrátic­a por la integració­n de la inmigració­n. Su discurso es la antítesis de los clásicos guiños que lanza a ETA el populismo antisistem­a. Lo conocí hace dos décadas por su implicació­n en la lucha cívica contra la banda terrorista y jugó un papel esencial en las movilizaci­ones que hubo en todo el país por Miguel Ángel Blanco. No es raro que hoy reciba amenazas de muerte en las redes sociales. Su delito es estar convencido de que al racismo se le combate con las institucio­nes democrátic­as, no contra ellas.

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