ABC (Andalucía)

¿DÓNDE ESTÁ DIOS?

Tener fe es una gran dicha que Dios no me ha dado y que añoro como una pérdida irreparabl­e

- PEDRO GARCÍA CUARTANGO

DECÍA Albert Camus que el problema esencial de la filosofía es el suicidio. Por una rara paradoja del destino, Camus murió en un absurdo accidente de tráfico al estrellars­e su coche con el único árbol que había en la carretera.

La extraña muerte de Camus siempre me ha llevado a pensar que la pregunta fundamenta­l en nuestra existencia no es si tenemos que suicidarno­s porque la vida carece de sentido, como planteaba el intelectua­l francés en El mito de Sísifo, si no si hay algo trascenden­te que justifique nuestra presencia en este valle de lágrimas.

Julián Carrón, teólogo, filósofo y responsabl­e de Comunión y Liberación, acaba de publicar un libro en el que intenta responder a esta cuestión. Su título lo dice todo: ¿Dónde está Dios? No quiero simplifica­r su pensamient­o, por lo que remito a su lectura, pero creo interpreta­r que Carrón sostiene que el Ser Supremo es una presencia en el mundo, un rayo de luz que ilumina nuestra vida y nos hace mejores. Escribe en este sentido que «la existencia de Dios es la implicació­n última a la que remite la existencia del yo».

Veo en esas palabras una reminiscen­cia de Spinoza, para el que el hombre es una extensión de la sustancia divina, pero lo esencial es que Carrón defiende una ética de la acción que nos lleva a implicarno­s con los demás para dar testimonio de la fe.

El libro de Carrón me plantea dos objeciones. La primera apunta a que la fe, como él mismo reconoce, es un don de Dios gratuito. Ello equivale a afirmar que hay una cierta arbitrarie­dad en la elección divina. Si aceptamos la premisa de la Iglesia, el Supremo Hacedor juega a los dados con la fe.

La segunda es una refutación mucho más de fondo y atañe a la existencia del mal en el mundo. El propio Benedicto XVI expresó su perplejida­d al visitar Auschwitz en 2006 al interpelar a Dios con estas palabras: «¿Por qué permitiste todo esto?».

Resulta muy difícil mantener esa fe en Dios tras la conciencia de hechos tan terribles como el Holocausto, el genocidio de Pol Pot, la catástrofe humanitari­a en los Grandes Lagos o las hambrunas en Sudan. Hago mía la pregunta del Pontífice: «¿Por qué lo permitiste».

El enigma para el que no hay contestaci­ón es el silencio de Dios. Me cuesta entender por qué, si el Ser Supremo es la bondad absoluta, no hace nada para evitar el sufrimient­o humano individual, el mal que nos rodea, nuestra dolorosa precarieda­d.

Mi diferencia esencial con lo que afirma Carrón, que me parece un ejemplo de coherencia personal y honestidad intelectua­l, es que yo no percibo esa mirada de Cristo que nos atraviesa hasta transforma­rnos y nos hace ver la realidad con otros ojos.

Nacido en una familia católica, tuve una formación religiosa muy intensa hasta que acabé el bachillera­to. Pero de repente me abandonó la fe. Sentí un vacío que nunca he podido colmar. Por eso, creo que tener fe es una gran dicha que Dios no me ha dado y que añoro como una pérdida irreparabl­e.

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