El salvador de Renault
Su carrera se amolda a los criterios del elitismo y meritocracia al estilo francés
En noviembre de 1986, Raymond Lévy llegó a la presidencia de Renault en circunstancias adversas: unas semanas antes, terroristas de la banda ultraizquierda Acción Directa habían abatido a tiros a Georges Besse, su predecesor, en el portal de su domicilio en pleno centro de París. Besse –que apenas llevaba un año en el cargo– había empezado a tomar las primeras medidas para enderezar a un gigante automovilístico de titularidad estatal que atravesaba horas muy difíciles, haciéndose sentir los primeros efectos. Sin embargo, el grueso de la tarea incumbió a Lévy, que no perdió el tiempo. «¡Tengo un Renault 25 y todos los meses lo tengo que llevar al taller!», espetó a sus colaboradores, para espabilarles, nada más llegar a la histórica sede de Boulogne-Billancourt.
Una de sus primeras decisiones de Lévy consistió en vender a «Chrysler» la filial norteamericana «American Motors Corporation». A continuación, asumió un riesgo retrasando la salida a la venta de los modelos «R19» y «Safrane». En tercer lugar, negoció con el Gobierno una inyección masiva de dinero público al tiempo que despedía a un tercio de la plantilla y lograba cambiar la naturaleza jurídica del grupo de «régie» a empresa pública clásica, pese a la fuerte resistencia sindical. El esfuerzo mereció la pena: a finales de 1989, Renault acarreó beneficios por primera vez en años.
Ya se daban las condiciones para que Lévy iniciase las negociaciones en busca de un socio estratégico, paso imprescindible para consolidar la marca en un mercado automovilístico que se internacionalizaba a pasos agigantados. El elegido fue Volvo. Lévy no disfrutó mucho tiempo del nuevo escenario, pues los aún rígidos estatutos de Renault forzaron su jubilación al cumplir sesenta y cinco años. Desde entonces, fue consejero de varias empresas y le incumbió acometer la delicada maniobra de liquidar los activos de un «Crédit Lyonnais» que estuvo al borde de la quiebra.
La carrera de Lévy se amolda plenamente a los criterios del elitismo y meritocracia al estilo francés: fue el número uno de su promoción en la Escuela Politécnica, inmediatamente ingresó en un «grand corps» –eligió el de Minas– y empezó una carrera de directivo en la que alternó, antes de presidir Renault, la industria siderúrgica con la energética. Dos anécdotas dan fe del señorío e inteligencia de Lévy. La primera se produjo a finales de los setenta cuando se daba por hecho su designación como presidente de la petrolera Elf-Aquitaine: según «Le Monde», Lévy aceptó que Valéry Giscard d’Estaing no quisiera a una persona de apellido judío –era de ascendencia sefardita– para regir los destinos de una empresas con relaciones con los países del Golfo Pérsico. La segunda tuvo lugar cuando propuso como sucesor suyo en Renault a Louis Schweitzer, el mismo que le había comunicado su cese como presidente de la siderúrgica Usinor, por orden del entonces ministro de Industria Laurent Fabius, cuyo gabinete dirigía.