EL SITIO EQUIVOCADO
MALA semana la que acabamos de pasar. Por si faltaba algo tras la psicodélica sentencia del Tribunal de Derechos Humanos que a punto está de convertir en un represaliado a un bandido convicto como Otegi, el Tribunal Supremo precipita su desprestigio emitiendo una cuarta decisión en el contencioso de las hipotecas que abre un ancho campo a la (sin)razón demagógica. Ayer mismo se manifestaron ante y contra nuestro devaluado Supremo unas voces concertadas por el oportunismo populista que cargaban enteramente sobre los jueces la responsabilidad del disparate que estamos viviendo, como si no resultara obvio que —al margen de la injustificable torpeza mostrada en este caso por la pésima gestión judicial— los responsables últimos (¡y primeros!, según se mire) de este absurdo berenjenal no son los ropones sino los biempagados legisladores.
Cierto, se necesita ser corto para rizar el rizo que han rizado esos jueces en torno a los intereses encontrados de la Banca y la ciudadanía , ofreciendo tanto al precario Gobierno como a los demagogos la oportunidad de lucirse ante la concurrencia, a pesar de la evidencia de que la mayoría de estos disparates no son más que la consecuencia de la inepcia legislativa y —lo que aún es más decisivo— de la penosa unanimidad de los partidos políticos en certificar lo que Guerra llamó en su día «la muerte de Montesquieu». ¿O cabe pensar siquiera que, tras decenios de mediatización partidista de los órganos judiciales, aún sería posible la independencia de nuestros magistrados?
Tanto los partidos que ayer han arrastrado a los ciudadanos enojados a manifestarse contra los jueces como los que farisaicamente han permanecido en la penumbra de las excusas, ocultan a la Opinión la verdad decisiva, a saber, que ellos mismos, desde el Parlamento, han tenido y tienen en su mano establecer por ley —¡e inequívocamente, a ser posible!— algo tan elemental como los derechos y las obligaciones de la Banca y de sus clientes. Como tienen la posibilidad de sustituir el actual sistema de gobierno judicial mediatizado por los partidos en lugar de consolidarlo como están negociando estos días. Con una ley sensata y una magistratura independiente, ni los jueces ni los peatones tendríamos que padecer el calvario de la arbitrariedad. No agitando la calle sino comprometiéndose en el Parlamento, es donde tantos vividores de la «cosa pública» podrían dirimir el pleito de las hipotecas y tantos otros. Porque el juez no hace, en fin de cuentas, más que aplicar la ley –tantas veces cuestionable— que le imponen los partidos. Bien miradas las cosas, sería ante el Congreso y no ante el TS donde el oportunismo populista debería haber convocado ayer la protesta pública.