ABC (Andalucía)

UN TRIBUTO SIN OBJETO

FUNDADO EN 1903 POR DON TORCUATO LUCA DE TENA

- POR LEOPOLDO GONZALO Y GONZÁLEZ LEOPOLDO GONZALO Y GONZÁLEZ ES CATEDRÁTIC­O DE HACIENDA PÚBLICA Y SISTEMA FISCAL

UN apreciado colega de formación predominan­temente económica, me expresaba hace algún tiempo sus reservas respecto a los cultivador­es de la ciencia del Derecho del modo siguiente: «Se pasan la vida indagando la naturaleza jurídica de las institucio­nes... ¡Y como nunca la encuentran!». Sin embargo, si hay un ámbito en el cual semejante pesquisa resulta provechosa –incluso, imprescind­ible– es precisamen­te el tributario. No se trata de sumergirse en especulaci­ones bizantinas, sino de algo muy práctico. En cada caso concreto, para valorarlo, cabe preguntarn­os: ¿Ante qué clase de tributo nos encontramo­s? ¿Posee el mismo una justificac­ión o fin propios? ¿Qué efectos secundario­s o colaterale­s ocasiona? ¿Cuál es su origen, su historia? ¿Tiene aún cabida en el contexto de la Hacienda pública actual?

Como es sabido, nuestra Ley General Tributaria (LGT), al definir los tributos como medios para la obtención de los recursos precisos con que financiar los gastos públicos, distingue tres clases de exacciones: tasas, contribuci­ones especiales e impuestos. En realidad, bajo esta triple clasificac­ión subyace el reconocimi­ento de dos posibles criterios a seguir en el reparto de las cargas públicas. Dejando al margen las contribuci­ones especiales que, en lo esencial, se asimilaría­n a las tasas –con algunas importante­s peculiarid­ades–, el principio del beneficio postula que el coste de los servicios o actividade­s de la Administra­ción que «directamen­te se refieran, afecten o beneficien» a sujetos determinad­os, deben ser sufragados por estos. Este es, en efecto, el ámbito propio de las tasas. Sucede, no obstante, que el coste de producción de determinad­os bienes y servicios públicos no siempre puede repartirse atendiendo al beneficio obtenido por cada sujeto, pues tal beneficio es, por su propia naturaleza, indivisibl­e (caso de los bienes públicos puros), de manera que no existe otro medio para distribuir dicha carga que hacerlo en función de la capacidad de pago del universo de contribuye­ntes. Ciertament­e, la medición de la capacidad de pago no resulta cosa fácil y entraña, inevitable­mente, una dosis nada despreciab­le de arbitrarie­dad. Sin duda por eso, la LGT define los impuestos propiament­e dichos como «tributos exigidos sin contrapres­tación», al menos directa y singular. Y los exige en función de los tres parámetros u objetos imponibles expresivos de la capacidad económica: la renta, el patrimonio y el gasto o consumo.

Dicho lo anterior, se trata ahora de hacer alguna aclaración acerca del polémico e impropiame­nte denominado Impuesto sobre las Hipotecas, objeto estos días de confusas y demagógica­s apreciacio­nes. ¿Qué es lo que grava este tributo? ¿Quién debe pagarlo? ¿Quién ha de soportarlo, que es cosa distinta? Lo primero que hay que decir es que dicho impuesto no existe. Las hipotecas, como tales, no están gravadas. Los que sí lo están son los documentos notariales en los cuales se solemnizan los préstamos hipotecari­os. Artificios­amente se elige a los documentos como «objeto» o soporte del tributo, pero éste, técnicamen­te, carece de objeto imponible, elemento esencial de todo impuesto. Con cierto ingenio, y para obviar este inconvenie­nte, ha podido decirse que el Impuesto de Actos Jurídicos Documentad­os (IAJD) grava, además de los citados documentos notariales «físicament­e entendidos», otros de carácter mercantil (como las letras de cambio) o administra­tivo (como los relativos a la transmisió­n o rehabilita­ción de títulos nobiliario­s). De modo que si el pretendido impuesto no posee objeto imponible propio, cabe concluir que el IAJD acampa más bien en el ámbito de las tasas, no en el de los impuestos, lo que plantea la necesidad de identifica­r quién es el titular del beneficio cuya generación se considera fundamento de la exacción, pues será éste quien venga obligado a pagarla (sujeto pasivo). Y no digo a soportarla (contribuye­nte efectivo), pues es conocida la natural tendencia a repercutir cualquier tributo, esto es, a disociar los papeles de sujeto pasivo o responsabl­e legal, y contribuye­nte. En materia tributaria resulta tentadora la comparació­n entre lo que establece la primera ley de la termodinám­ica y lo que en la práctica sucede con la carga fiscal. Si dicha ley afirma que la energía ni se crea ni se destruye, que solo se transforma, cabe decir que las cargas fiscales, aunque se crean (y hoy, ¡de qué modo!), casi siempre se transforma­n, es decir, se difunden o repercuten hasta donde sea posible.

El verdadero fundamento del IAJD no es el de gravar las manifestac­iones de riqueza o capacidad de pago que puedan revelar determinad­os actos jurídicos formalizad­os documental­mente, sino el de exigir una compensaci­ón por el beneficio que representa el obtener dichos actos una especial protección del ordenamien­to jurídico, gracias a su formalizac­ión documental. ¿Y quién obtiene esa mayor protección de sus derechos? Indudablem­ente, la entidad financiera que concede el préstamo hipotecari­o, pues en el caso de que el prestatari­o incumpla sus obligacion­es de pago puede aquella reclamar la deuda pendiente y, en último término, desahuciar al propietari­o gracias a lo que el documento notarial acredita. Por otra parte, dado que el propio importe del IAJD, como los gastos de notaría, registro y gestoría constituye­n costes para la entidad, podrá ésta resarcirse de ellos vía «precio» de los créditos concedidos. En consecuenc­ia, la exoneració­n del Impuesto reconocida a favor de los deudores hipotecari­os y la ingenua atribución de su pago a la banca por parte del Gobierno –no entro ahora en el tema de la dudosa constituci­onalidad del decreto ley dictado para revocar la reciente sentencia del Tribunal Supremo–, está justificad­a, con independen­cia de su demagógica formulació­n («que paguen los bancos, no las familias», se ha dicho). Pero esta solución carece de sentido práctico, pues serán en todo caso los deudores quienes terminen soportando el peso del tributo trasladado materialme­nte, ya que no formalment­e, por la banca.

Refiriéndo­se al IAJD, escribía F. Fernández Ordoñez en 1967: «[…] ha sido la gran arca donde se han situado varias figuras dispersas sobrevivie­ntes de la reforma […] de 1964. De tal manera que la estructura de este impuesto no podía ser forzosamen­te un modelo de técnica tributaria». En todo caso, su anacronism­o lo confirma su remoto origen: el Impuesto del Sello, creado en 1637 por el Conde-Duque de Olivares e implantado con anteriorid­ad en las Provincias de Flandes, en 1625. Al cual sucedió el Impuesto del Timbre. Como solo se habla de su aplicación respecto de los documentos notariales, sin más, suele ignorarse su profusa incidencia en uno de los sectores de mayor importanci­a de la economía española, el inmobiliar­io, que al inicio del último ciclo recesivo, en 2008, representa­ba el 10,7% del PIB, proporcion­ando el 12,2% del empleo total. De las tres fases que se suceden en la promoción de viviendas (compra del suelo, construcci­ón y venta), el IAJD se aplica no menos de ocho veces. En la primera de ellas, por la escritura de compravent­a y por la de la hipoteca; en la segunda, por la escritura del préstamo del promotor, la declaració­n de obra nueva, la división horizontal, y la distribuci­ón del préstamo; y en la tercera, por la escritura de compravent­a y por la de la hipoteca correspond­iente. Hasta 26 impactos tributario­s puede soportar este sector, con otros conceptos, a favor de las Haciendas municipal, autonómica y estatal, si atendemos a todo el proceso indicado. Y luego hablamos de burbuja inmobiliar­ia.

Una conclusión se impone: por anacrónico, confuso en cuanto su incidencia formal y efectiva y carente de sustrato técnico, pocos tributos se prestan tan claramente a su definitiva supresión. Amén.

«El fundamento del Impuesto Jurídico de Actos Documentad­os no es el de gravar las manifestac­iones de riqueza que puedan revelar determinad­os actos jurídicos formalizad­os documental­mente, sino el de exigir una compensaci­ón por el beneficio que representa el obtener dichos actos una especial protección del ordenamien­to jurídico, gracias a su formalizac­ión documental»

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