LA CLARIDAD
La claridad es un homenaje que rinde el escritor o el pintor a la complejidad de lo real
HAY una frase de Albert Camus que anoté en un cuaderno hace mucho tiempo y que siempre he tenido presente. La reproduzco: «He comprendido que todas las desgracias de los hombres vienen de no emplear un lenguaje claro. Yo he apostado por hablar y actuar con claridad».
Si muchos dirigentes políticos siguieran el consejo de Camus, sería posible evitar muchas desgracias. E incluso podrían recuperar parte de su prestigio perdido. En la vida pública, la ejemplaridad es esencial. Pero también lo es la claridad, que, más que una cualidad estética, resulta una condición moral.
Los líderes políticos que había en Europa en las dos primeras décadas transcurridas desde el final de la Segunda Guerra Mundial eran claros. Pienso en Churchill, De Gaulle, Adenauer, De Gasperi y otros de esa época, cuyos actos coincidían con sus palabras. Tal vez porque habían vivido aquel gran conflicto que destruyó el continente y habían padecido un totalitarismo que se asentaba en la manipulación del lenguaje.
La claridad es también esencial para los artistas y los escritores, aunque no se puede ignorar que a veces la creatividad se expresa a través de lo oscuro. El gran poeta Hölderlin, por ejemplo, escribió metáforas de suma belleza que no siempre son accesibles al lector. Hölderlin era amigo de Hegel, que es uno de los filósofos más enigmáticos que he leído.
Pero la claridad también es deseable en el reino del pensamiento como demostró Descartes, que reivindicó esa propiedad como un requisito para construir su edificio conceptual. El pensador francés seguro que coincidía con Guillermo de Ockham cuando el fraile franciscano afirmó: «pluralitas non est ponenda sine neccesitate», lo que significa que la complejidad no debe postularse sin necesidad. Dicho con otras palabras, la explicación más simple desplaza siempre a la más complicada. A eso se ha llamado la navaja de Ockham.
Sería un error, sin embargo, confundir la claridad con la simplicidad. Esto no es lo que querían decir ni Descartes ni Ockham porque la claridad es como un destilado en el que se depura todo elemento innecesario o espurio. La oscuridad es una impresión inmediata, la claridad es el final de un proceso.
Esto lo expresó muy bien el cineasta ruso Andrei Tarkovski cuando observaba que la simplicidad de la pintura de Leonardo da Vinci encierra la posibilidad de infinitas interpretaciones. Su capacidad de captar el alma de una persona nos conmueve.
La claridad es un homenaje que rinde el escritor o el pintor a la complejidad de lo real porque la desnuda apariencia de las cosas resulta siempre mucho más misteriosa que cualquier velo con el que se las intente representar.
Como apuntaba al principio, la claridad posee una naturaleza moral porque es lo contrario del engaño. Hay que reivindicarla en la vida y en el trabajo. Ya lo decía el periodista Edward Murrow: «Lo oscuro acabamos por verlo, lo claro lleva mucho más tiempo».