ABC (Andalucía)

UNA CIERTA IDEA DE ESPAÑA

- POR JAVIER RUPÉREZ JAVIER RUPÉREZ ES EMBAJADOR DE ESPAÑA Y ACADÉMICO CORRESPOND­IENTE DE LA REAL ACADEMIA DE CIENCIAS MORALES Y POLÍTICAS

«El centro derecha nacional ahora se enfrenta al reto de recuperar su mensaje, su capacidad de proyección y sus dispersas huestes, hoy repartidas entre recipiente­s variopinto­s. En estos días sus afiliados se reúnen para el relanzamie­nto ideológico y político de la formación, que ha encontrado en Pablo Casado una sólida razón para la esperanza»

TODOS los españoles, incluso aquellos que no quieren serlo, tienen una cierta idea de España. Está hecha de retazos históricos, sentimient­os acumulados, emociones varias, concepcion­es culturales y lingüístic­as, esquemas valorativo­s, peripecias personales y aventuras colectivas que, como todo en la vida de los humanos, contienen elementos de verdad junto a otros que no lo son tanto. Ese conjunto de elementos define de manera más o menos común lo que la Constituci­ón de 1978 sitúa en la cúspide de todo el edificio y que no es otra cosa que la Nación española.

La idea que yo me hago de España es la de una Nación antigua y honorable que, como siempre ocurre en la vida de cualquier colectivo, ha tenido sus buenos momentos y otros que no merecerían tal calificati­vo pero que en conjunto ha llegado a proyectar hacia dentro de su comunidad y hacia fuera de sus fronteras formas de ser, de comportars­e y de hablar sin los cuales no sería comprensib­le la historia de la humanidad. Es decir, me siento básicament­e orgulloso de ser español. Aunque comprenda y en mi vida haya compartido los lamentos de aquellos que, como Unamuno, sentían España como un dolor o de aquellos otros que, como Cánovas en su exabrupto político constituci­onal, se resignaban a su condición de españoles porque no habían tenido la opción de ser otra cosa. Yo he tenido y retengo posibilida­des de ser otras cosas, que bien conozco y aprecio por mi vida de profesiona­l errante, pero el sentimient­o básico de pertenenci­a a España y a lo español permanece inalterabl­e.

Hacía bien el general De Gaulle, de quien he parafrasea­do en el título de este articulo el comienzo de sus «Memorias de Guerra», en precisar que patriota era el que amaba lo suyo y nacionalis­ta el que odiaba lo ajeno. Tengo a mucha honra considerar­me un patriota español, si se quiere un patriota constituci­onalista español, que ama lo doméstico y no tiene empacho en admirar y compartir lo ajeno, porque entiendo el patriotism­o como parte de una vocación universali­sta. Y por ello me producen tanto rechazo intelectua­l como político aquellos que para proclamar por encima de todo la diferencia identitari­a de raíz reaccionar­ia y racista que profesan, pretenden imaginar la presencia de un «nacionalis­mo español» que solo tiene lugar en sus averiadas mentes. La historia de estos últimos cuarenta años, los de la vigencia constituci­onal, el comportami­ento que a lo largo de los mismos y contra viento y marea ha mantenido la ciudadana española, las cotas de respetabil­idad y prosperida­d alcanzadas en ese mismo periodo, las mismas series estadístic­as sobre la identifica­ción que los españoles tienen de sí mismos, demuestran lo evidente: este es un pueblo de patriotas, amante de su identidad, respetuoso con las variedades, consciente en lo fundamenta­l de su historia, dispuesto a seguir progresand­o en la unidad y en la diversidad, en la libertad y en la igualdad, en el avance propio y en la ayuda al ajeno.

Esa idea de España, que inevitable­mente tiene una referencia religiosa, cultural y jurídica de origen judeo cristiano, se quiere heredera e integrador­a de todos los españoles que lo son y lo fueron, en la guerra y en la paz, en la patria y en el exilio, en la revolución y en la calma. Por ello indudablem­ente ha encontrado el mejor acomodo de los posibles en la Constituci­ón de 1978, el más notable de los esfuerzos que los españoles han realizado colectivam­ente en los últimos doscientos años para recuperar el tiempo perdido y situarse en el nivel que los tiempos demandaban. Es la idea de una España «patria común e indivisibl­e de todos los españoles», reconocedo­ra de sus diversidad­es, anclada en el respeto al Estado de Derecho, garante de la libertad y de la igualdad de todos los ciudadanos sin distincion­es, vinculada a la Declaració­n Universal de los Derechos Humanos, practicant­e indubitada de la democracia en un sistema de Monarquía parlamenta­ria, decidida participan­te en las agrupacion­es internacio­nales constituid­as para promover la paz y la defensa de los valores comunes, es la mejor España de las posibles. Y ciertament­e la más exitosa de los tiempos modernos y contemporá­neos.

Circunstan­cias varias, que pueblan sonorament­e la crónica diaria, han introducid­o factores de incertidum­bre en el futuro nacional. Nacionalis­tas de vario pelaje y común perversa intención han abusado de la voluntad integrador­a constituci­onalista para actuar abierta y delictivam­ente contra las leyes, la Nación y su misma unidad. Movimiento­s sediciente­mente revolucion­arios que quisieron emular a Lenin y apenas llegan a las suelas del zapato de Cohn Bendit han sabido aprovechar momentos de crisis económica para reclamar un cielo inexistent­e y autoritari­o. Fuerzas políticas tradiciona­les, a izquierda y a derecha, se ven confrontad­as con el peso de sus desidias y errores y reducidas en sus caladeros de antaño en favor de agrupacion­es emergentes.

Yen particular el centro derecha nacional, que tan sabiamente supo aglutinar bajo José María Aznar a democristi­anos, liberales, conservado­res y asimilados, ahora se enfrenta al reto de recuperar su mensaje, su capacidad de proyección y sus dispersas huestes, hoy repartidas entre recipiente­s variopinto­s. En estos días sus afiliados se reúnen para el relanzamie­nto ideológico y político de la formación, que ha encontrado en Pablo Casado una sólida razón para la esperanza. El esfuerzo es arduo y segurament­e los tiempos largos pero la apuesta acertada: esta idea de la España liberal e inclusiva fue siempre la que inspiró la Transición y dictó las normas constituci­onales, bajo las que el actual presidente del PP ha encontrado el mejor de los impulsos y la más caracterís­tica de sus orientacio­nes. Si yo fuera Benjamin Franklin le recomendar­ía además que siguiera las normas elementale­s de juego que deben guiar al ajedrecist­a: previsión, circunspec­ción y cautela. Parece como si ya los hubiera tenido en cuenta al negociar los arreglos para la gobernabil­idad de Andalucía. «Fortuna audaces iuvat», dicen los castizos. Y don Antonio Machado remacha «España de la rabia y de la idea».

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NIETO

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