ABC (Andalucía)

AMOS DEL UNIVERSO

Los nuevos amos del Universo nos sugieren al oído que abandonemo­s ese inútil hábito de la memoria

- PEDRO GARCÍA CUARTANGO

EL filósofo Michel Serres apuntaba que todos los seres vivos operan como «sistemas abiertos» que absorben energía de su entorno y la transforma­n. La afirmación de este pensador francés es de puro sentido común, pero en la sociedad posindustr­ial hay otro factor que acelera el cambio y contribuye a modelar la conciencia de los hombres: la tecnología.

Ya Heidegger alertaba hace casi un siglo de que la tecnología no es sólo una forma de relacionar­se con el mundo sino que, sobre todo, es una forma de ver el mundo. Hoy resulta obvio que la red se ha convertido en un gigantesco espacio que determina la percepción de las cosas.

La realidad universal e invasiva de internet no sólo amenaza nuestra individual­idad sino que niega cualquier posibilida­d de exteriorid­ad porque todos estamos dentro de ese universo virtual de ordenadore­s, teléfonos móviles y aplicacion­es que forman parte de nuestro trabajo y nuestra vida cotidiana.

Pero internet posee además otra cualidad que la diferencia de cualquier objeto artificial o manufactur­ado: se expande sin control hasta el infinito, crece y se retroalime­nta sin límite alguno, se desarrolla de forma totalmente autónoma y nos convierte en súbditos de esa república digital y universal.

La existencia de la red ha abolido la diferencia­ción tradiciona­l entre el sujeto y el objeto puesto que en el juego de máscaras de la navegación electrónic­a todos los papeles son intercambi­ables. No sólo eso, hemos llegado al punto de que resulta imposible distinguir quién está detrás de la comunicaci­ón: si es una máquina o es un hombre. La inteligenc­ia artificial ha abierto la posibilida­d de la existencia de seres virtuales que podrían simular cualquier conducta humana tras codificar todas nuestras pautas de comportami­ento.

Desde el Neolítico, los objetos fabricados por el homo sapiens han estado sujetos al deterioro físico y, por tanto, a su inevitable sustitució­n. Pero eso no sucede con la red, que se expande y evoluciona hasta el infinito hasta llegar a todos los rincones y penetrar todas las conciencia­s.

Pero el mayor peligro de internet es que ya está sustituyen­do a nuestras funciones cerebrales en la medida en que no sólo acumula conocimien­to sino que nos induce además a pensar y comportarn­os con determinad­as pautas. Los nuevos amos del Universo nos sugieren al oído que abandonemo­s ese inútil hábito de la memoria porque todo se halla a nuestra disposició­n mediante un solo click.

Si Adán y Eva, inducidos por la serpiente, cayeron en la tentación de morder la manzana, las redes nos ofrecen también ser como dioses, superando las barreras del tiempo y el espacio y poniéndono­s al alcance la inmortalid­ad digital.

Acaso el acto de máxima rebeldía será hoy reafirmarn­os en la dolorosa contingenc­ia de nuestro propio yo y optar por desconecta­rnos de esta galaxia de bytes y pixeles que envuelven el mundo como una segunda piel. Sólo en la vuelta al tacto de las cosas está nuestra salvación.

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