ABC (Andalucía)

LAS MENTIRAS DE CHERNÓBIL

Putin quiere borrar esta historia porque él asume todo lo que hizo el régimen soviético

- RAMÓN PÉREZ-MAURA

MENOS mal que queda algún resquicio de la televisión que no es pura bazofia. Cuán equivocado­s estábamos cuando a finales de la década de 1980 creíamos que la televisión privada nos iba a traer la libertad. Es cierto que lo hizo durante unos lustros, al aportar informació­n no controlada por el poder político del momento. Pero no pasó mucho tiempo antes de que los periodista­s que gestionaba­n esas cadenas fueran sustituido­s por empresario­s –que no editores– a los que sólo importaba la cuenta de resultados. De las tres cadenas privadas resultante­s de las concesione­s de los gobiernos de González y Zapatero, una de ellas, Cuatro, originada en Prisa, ya no ofrece informativ­os. Y otra, La Sexta, sólo ofrece propaganda política. Para eso hemos quedado los periodista­s.

Mas como el hombre sabe sobreponer­se a las adversidad­es, han ido surgiendo otras formas de televisión que están devorando a las television­es tradiciona­les. Son los nuevos canales como Netflix y HBO, que te permiten ver una serie o una película cómo y cuándo quieras. En tu televisión en casa o en tu iPad bajo un pino junto al mar Mediterrán­eo. Yo comprendí que éste era el futuro cuando hace un par de años leí que el editor más relevante de los últimos tiempos, Rupert Murdoch, dueño de Fox TV, había vendido todas sus empresas

audiovisua­les menos dos: los informativ­os y los canales deportivos, los que sólo se pueden hacer en directo. Y los que de verdad tienen influencia sobre el público. Porque por una película influyente que pueda dar TVE –por ejemplo– hay casi mil horas al año de tertulias tóxicas al rojo vivo a las que confieso mi orgullo de haber renunciado y haber donado a la caridad hasta el último céntimo que cobré, incluyendo los que ya había pagado a Cristóbal Montoro, a quien Dios guarde lo mejor posible.

En estos días he disfrutado en 24 horas en HBO de una serie que debería ser de visión obligatori­a para desasnar a los menores de 25 años –y a algunos más adultos también. Narra la tragedia acaecida en la Unión Soviética en abril de 1986, cuando estalló una central nuclear modelo RBMK de una tecnología patética –no pudo ser obsoleta porque nunca fue de vanguardia– y carente de la cúpula de seguridad que tenían todas las centrales nucleares de Occidente. A lo largo de cinco horas se puede ver la muerte de muchas personas, pero, sobre todo, se ve el heroísmo del pueblo ucraniano luchando contra la incompeten­cia de la tiranía soviética y el empeño del Comité Central del PCUS por ocultar la verdad. Porque la URSS estaba fundada en la mentira. Como se recuerda en esta historia, el régimen comunista cifró en 1987 el número de víctimas mortales de Chernóbil en 37. La cifra real ronda las 90.000 personas, pero Moscú, responsabl­e del magnicidio, nunca ha modificado la cifra original. Es «su» verdad.

Hay muchas escenas espeluznan­tes, como la anciana ganadera a la que el soldado intenta llevarse lejos de la radiación y ella sigue ordeñando su vaca, diciendo que ya vinieron antes a llevarles los soldados del Zar, y después los bolcheviqu­es, y después los comunistas, y después el holodomor de Stalin y después los nazis... Ella se quedaría allí ordeñando su vaca. Así que el soldado soviético, sabedor de las consecuenc­ias de no cumplir las órdenes, la mata. A la vaca, claro.

El problema hoy es que Putin quiere borrar esta historia porque Putin asume todo lo que hizo el régimen soviético. Quiere ocultar sus muertos porque considera que merecieron la pena.

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