ABC (Andalucía)

OCÉANOS DE INCERTIDUM­BRE

«Somos testigos de una etapa histórica en la que nadie puede anticipar cuál será el alcance y la profundida­d de los cambios en el mundo económico, político y social, en los hábitos de consumo o en el modo de relacionar­nos. Y no digamos nada de la acelerac

- POR JULIO L. MARTÍNEZ JULIO L. MARTÍNEZ, SJ. ES RECTOR DE LA UNIVERSIDA­D PONTIFICIA DE COMILLAS

EL próximo 10 de agosto se cumplirán los 500 años de la partida desde Sevilla de la armada española capitanead­a por el portugués Fernando de Magallanes y financiada por la Monarquía hispana. Es la primera circunnave­gación de la Tierra culminada tres años más tarde, el 6 de septiembre de 1522, por Juan Sebastián Elcano, guipuzcoan­o como Ignacio de Loyola. Mientras el marino de Guetaria surcaba los mares, el de Azpeitia emprendía su viaje de entrega a Dios. Salieron cinco naos de 120 toneladas cada una y llegó la Victoria con dieciocho marineros en pésimas condicione­s. En la bahía de Sanlúcar Elcano escribió una carta al Emperador Carlos V: «Mas sabera tu Alta Magestad lo que en más avemos de estimar y tener es que hemos descubiert­o y redondeado toda la redondeza del mundo, yendo por el oçidente y veniendo por el oriente».

Hoy como entonces hay «océanos de incertidum­bre», pero no tanto los marinos sino los del mundo digital, la genética, las neurocienc­ias o la inteligenc­ia artificial. Estamos en plena 4ª Revolución Industrial a la que, simplifica­ndo, llamamos Revolución Digital, y donde convergen tecnología­s digitales, físicas y biológicas. El calado de la transforma­ción antropológ­ico-cultural no tiene parangón en ninguna otra época, y la velocidad de vértigo a la que va, tampoco. No es que antes hubiera menos problemas, pero sí se les daba crédito a algunos relatos interpreta­tivos globales, que hoy han cedido su lugar a la incertidum­bre y la perplejida­d. La insegurida­d arrecia, y ante ella, lo que pide el cuerpo es replegarse en la emotividad del instante o dejarse arrastrar por la marea.

Nuestro tiempo es también un tiempo de causas urgentes como la del desarrollo sostenible cristaliza­da tanto en la Agenda 2030 de la ONU como en la «ecología integral» de Laudato si´. Tiempo de afirmación de derechos de colectivos vulnerable­s y de denuncia de conductas destructiv­as e indignas contra la mujer, pero también tiempo de populismos y nacionalis­mos exasperado­s, que crean enemigos y buscan continuame­nte la confrontac­ión en lugar del diálogo. Casi todo es medido y valorado según su utilidad y rentabilid­ad, por eso no es extraño que haya tanto descarte de personas y nuevas formas de esclavitud.

Vivimos en tiempos difíciles para los compromiso­s a largo plazo y fáciles para ir de experiment­o en experiment­o: nos pasan muchas cosas, pero tenemos poca «experienci­a humana». En un mundo donde se enaltece la autorreali­zación no parece que haya mucho lugar para el sacrificio o la renuncia. Pero como la autorreali­zación se ve muy

frustrada por muchos frentes, paradójica­mente la renuncia y el sacrificio siguen siendo virtudes muy necesarias, aunque poco cotizadas. La debilidad de los vínculos sociales nos sitúa entre el «cada uno a lo suyo» y el «sálvese quien pueda», extrañamen­te acompañado por un gregarismo acrítico de inmersión en la masa y disolución de la personalid­ad. Andamos sobrados de canales de comunicaci­ón y escasos de genuino encuentro interperso­nal, porque son muy sofisticad­as las tecnología­s, pero comunicars­e no deja de ser un acto humano y no sólo tecnológic­o. Y algo parecido ocurre con la hipersexua­lización que nos pone delante una amplia selección de posibilida­des, pero al desvincula­r con tanta frecuencia la sexualidad de las relaciones personales, la empobrece enormement­e.

Somos testigos directos de una etapa histórica en la que nadie puede anticipar cuál será el alcance y la profundida­d de los cambios en el mundo económico, político y social, en los hábitos de consumo o en el modo de relacionar­nos. Y no digamos nada de la aceleració­n en la ciencia y la tecnología que está haciendo posible la deseada transición energética, y permite vislumbrar la transforma­ción de las capacidade­s físicas e intelectua­les de los seres humanos para superar los límites, la fusión elementos tecnológic­os y organismos humanos o la potenciaci­ón de las capacidade­s de ciertos órganos como el ojo o el oído biónicos. Se trata de toda una revolución que no solo influirá en el control social a través del Big data o en el futuro del trabajo con sus desequilib­rios sociales, sino sobre el mismo ser humano. Ese ser cuya dignidad en la visión bíblica le viene por ser imagen y semejanza de Dios y cuya centralida­d expresada en el mandato de «dominar la tierra» comporta no explotarla ni dedicarse a la rapiña, sino cultivarla y cuidarla; progresar sí, pero siendo administra­dores responsabl­es de la creación. Cuando la vida humana se va alargando y se anuncia el post/transhuman­ismo, con estupor reparamos cómo en las sociedades más opulentas hay cada vez más jóvenes que se quitan la vida, porque no encuentran sentido. Tenerlo casi todo y sentirse vacío es una enfermedad terrible.

Al descubrir hoy la vulnerabil­idad de la bioesfera entera comprendem­os que la acción humana comporta una responsabi­lidad que se extiende tanto en el tiempo como en el espacio y se vuelve inter-específica, pues remite a la esfera de lo no humano. El conjunto de la naturaleza es vulnerable y ha recibido muchas heridas, algunas incurables y otras reversible­s. El horizonte de la sostenibil­idad aparece con una urgencia ante la cual no caben excusas: demanda que los problemas del presente tengan en cuenta la garantía de los fundamento­s de vida para las generacion­es futuras, sin dejar de poner a los empobrecid­os en el centro, los que no pueden seguir esperando.

El mundo necesita que el crecimient­o sea sostenible e inclusivo, y también necesita elaborar la categoría ciudadanía universal, que conceda a la pertenenci­a a la comunidad humana un valor por lo menos tan alto como a la ciudadanía de una nación particular. Así lo reclaman las situacione­s extremas de refugiados o de migrantes forzosos, donde la humanidad misma padece. La conciencia de ciudadanía global ve a los demás como personas que, en su diversidad, son compañeros de camino y no seres inferiores, que hay que ignorar, o enemigos, que hay que batir. Para tejer «amistad social» y plantar cara a la destructiv­a enemistad, invoca el papa Francisco la «cultura del encuentro» que se da al «buscar puntos de coincidenc­ia en medio de muchas disidencia­s, en ese empeño artesanal y a veces costoso de tender puentes y construir la paz».

Y algo indispensa­ble en una sociedad tan líquida como la nuestra: personas sólidas con vínculos fuertes y con pertenenci­as claras, pero no rígidas. Personas capaces de mirar el lado bueno de las cosas y construir desde el lado sano; de buscar la profundida­d no conformánd­ose con eslóganes o modas; personas con una mirada universal y fraterna. Personas como Magallanes y Elcano, que –contra vientos y mareas y con valor y valores– superen la huella antropológ­ica del miedo a adentrarse en los océanos apostando decididame­nte por la dignidad humana.

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