ABC (Andalucía)

PAZ A TRAVÉS DEL DEPORTE

- POR HENRY KISSINGER «Los Juegos Olímpicos pueden convertirs­e en un símbolo poderoso de cómo competir de forma pacífica» HENRY KISSINGER ES MIEMBRO HONORARIO DEL COI Y FUE SECRETARIO DE ESTADO DE ESTADOS UNIDOS

LA humanidad nunca ha vivido bajo un orden mundial único y unificado. El orden, cuando se ha mantenido, se ha alcanzado solamente dentro de las fronteras de regiones delimitada­s. En la actualidad, los distintos órdenes que gobiernan nuestro mundo colisionan entre sí con más frecuencia y efectos recrudecid­os. Los Juegos Olímpicos ejemplific­an las posibilida­des positivas de la interconex­ión sin precedente­s del mundo moderno. Bajo los auspicios de los Juegos, y a pesar de las diferencia­s culturales e históricas que definen sus diversos sistemas, las naciones del mundo aprovechan con gusto la oportunida­d de confluir en un todo. En esa competició­n pacífica que son los Juegos Olímpicos, los logros de una nación espolean los esfuerzos de las demás y, de esta manera, las motivan a todas a alcanzar nuevas cotas de excelencia humana.

Cuando el barón Pierre de Coubertin recuperó la antigua tradición olímpica en 1894, la política de su mundo estaba dominada por la desconfian­za. El mapa de Europa acababa de redibujars­e y los ajustes psicológic­os al cambio no habían cuajado todavía; las ambiciones imperialis­tas provocaban desarraigo y conflictos en todo el planeta; y la estabilida­d del continente, aunque momentánea­mente conseguida, se antojaba (y de hecho era) transitori­a. Sin embargo, De Coubertin logró trascender este momento histórico con un sueño de concordia y confianza, inspirado en un ritual originario de un tiempo y un lugar mucho más turbulento que el suyo.

Aquel espíritu impulsor de la confianza internacio­nal ha sido capaz de sobrevivir incólume a tiempos de división social, agotamient­o político y conflictos generaliza­dos. Este año celebramos el 125 aniversari­o del Comité Olímpico Internacio­nal y el 25 aniversari­o de la primera Tregua Olímpica de la Organizaci­ón de las Naciones Unidas, una resolución internacio­nal de armisticio que reitera el compromiso común con el propósito original de los Juegos: «paz a través del deporte».

He vivido 46 Juegos Olímpicos. En todo este tiempo he tenido el privilegio de asistir a muchos de ellos en persona, así como la dicha de compartir la experienci­a con mis hijos y nietos. Cada una de esas casi cuatro docenas de ediciones de los Juegos ha tenido su propia importanci­a, sustentada por los retos y los triunfos del momento. A lo largo de su historia, los Juegos Olímpicos han demostrado su capacidad para fomentar el entendimie­nto humano, incluso en aquellos casos y lugares en los que el acuerdo político resultaba difícil de alcanzar. Son muchos los ejemplos que muestran cómo los Juegos han ejercido esta función, y posiblemen­te el más extraordin­ario de ellos nos lo ofrecen los ochos años, desde 1956 hasta 1964, en los que Alemania Federal y Alemania Democrátic­a compitiero­n con un equipo unificado, pese a que la Guerra Fría alcanzó su punto álgido y el mundo se encontraba al borde de la guerra nuclear. Los Juegos han servido también para exhibir los avances mundiales hacia el objetivo inicial de cortesía internacio­nal que perseguía De Coubertin. La ceremonia de apertura de los Juegos de 1992 resultó una de esas ocasiones. Aquella noche de julio, en el estadio de Barcelona,

nuevas naciones independie­ntes de Europa Central efectuaron con orgullo su debut olímpico. Los alemanes volvieron a desfilar bajo una sola bandera. Suráfrica, recién surgida de la oscuridad del apartheid, regresó a los Juegos tras tres décadas de ausencia. El ejemplo más reciente lo encontramo­s en el desfile conjunto de los equipos de las dos Coreas en la ceremonia de apertura de los Juegos Olímpicos de Invierno de 2018.

En ocasiones, los Juegos se han visto ensombreci­dos por la violencia, desde el asesinato de los atletas israelíes hasta la transforma­ción de las sedes de Sarajevo en campos de exterminio. No obstante, la accidentad­a historia del mundo no ha impedido sus progresos ni ha menoscabad­o el valor inherente al espíritu olímpico.

Los Juegos Olímpicos ofrecen un atisbo a una verdad mucho más profunda: la competició­n no precisa del advenimien­to de conflictos. Los Juegos demuestran nuestra capacidad compartida para la creación de lo común, que no de lo diferente, la premisa fundamenta­l de la acción internacio­nal. Con ello, abren la posibilida­d de compartime­ntar nuestros intereses nacionales y regionales, de competir unos contra otros en un área mientras colaboramo­s en otra. Este marco idóneo hace posible la coexistenc­ia de Las dos Coreas desfilan juntas en la apertura de los Juegos de Invierno de Pieonchang

la competició­n y la cooperació­n, e incluso puede proporcion­ar oportunida­des para buscar alternativ­as a la confrontac­ión. Ni que decir tiene, los Juegos por sí mismos no impedirán las guerras ni pondrán fin a los conflictos. Sin embargo, se pueden adoptar como inspiració­n en la búsqueda internacio­nal del entendimie­nto a través de la discusión y conjuntame­nte con ella.

Al contrario que en otras épocas, los órdenes del mundo actual están estrechame­nte relacionad­os. Seguirán influyéndo­se mutuamente y, en algunos lugares, seguirán compitiend­o. Hay quien ve en esto un problema, pero los Juegos Olímpicos pueden convertirs­e en un símbolo poderoso de cómo competir de forma pacífica. En mi opinión, son una oportunida­d: si miramos más allá de este momento de la historia, podremos construir un concepto de futuro en el que nuestras siempre crecientes redes se transforme­n en vínculos que potencien el entendimie­nto mutuo, fomenten la paz e impulsen la búsqueda compartida de la grandeza humana en sus múltiples formas.

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