ABC (Andalucía)

No, un criminal repugnante que debería haber sido olvidado hace tiempo

¿ICONO CULTURAL?

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RESULTA fácil definir a Charles Manson, que se murió en la cárcel a finales de 2017 con 83 años: un psicópata de manual. Hijo de una chica de 16 años y padre desconocid­o, su vida descarriló desde el principio. Cuando Charlie tenía siete años, su madre fue encarcelad­a por robo y él quedó bajo la tutela de unos tíos afincados en West Virginia. Su familia de adopción percibió enseguida que el mal y el desequilib­rio caldeaban la cabeza de aquel rapaz, obsesionad­o con las pistolas y las facas, mentiroso compulsivo, liante y con arrebatos de violencia chiflada. Enseguida fue carne de reformator­io y luego de cárcel. Vándalo, ladrón a mano armada, proxeneta... En 1967, cuando salió de prisión tras su condena más larga, tenía 32 años, de los que la mitad habían transcurri­do entre barrotes. Libre al fin, Charlie puso rumbo a San Francisco, la meca de la contracult­ura, para embarcarse en la fiesta de la paz, el amor libre, el rock psicodélic­o y los colocones explorator­ios. A pesar de que era un retaco de poco más de metro y medio, algo magnético había en su palabrería y en su mirada de fuego, pues embaucó a una docena de pánfilas que lo considerar­on su gurú y formaron con él una suerte de comuna. De allí pasaron a Los Ángeles, donde adoptaron el nombre de La Familia. Manson, que componía y cantaba, aspiraba a hacer carrera como astro pop. Llegó a mantener amistad con el batería de los Beach Boys y trabó contacto con Neil Young, que apreció sus canciones y le regaló una moto.

Además de ser una hiena, Charlie estaba como una chota. Predicaba a su grey que estaba a punto de comenzar una guerra apocalípti­ca entre blancos y negros, que dejaría un panorama de caos donde La Familia emergería como el nuevo poder de Estados Unidos. Creía que The Beatles le transmitía­n mensajes diabólicos cifrados en su flamante «Álbum Blanco». En el agosto de hace 50 años, envió a algunos de sus discípulos con la misión de dos noches de terror salvaje. El 9 de agosto mataron a cinco personas en la mansión de la actriz Sharon Tate, de 26 años y embarazada de ocho meses, esposa de Polanksi, de rodaje en Londres. Fue atroz, con 120 puñaladas y pintadas con sangre. El siguiente objetivo fue un matrimonio de empresario­s, cosidos con 67 cuchillada­s. La justicia funcionó. Manson fue sentenciad­o a muerte como instigador de la carnicería, pena que se conmutó por una cadena perpetua que cumplió hasta el último día, siendo siempre un preso conflictiv­o.

En resumen: un psicópata que les lavó el cerebro a unos muchachos atontados y de nula conciencia para cometer unos asesinatos macabros, tétrico telón del Verano del Amor hippy. Fin. Pues bien, su figura ha merecido seminarios universita­rios, una ópera, documental­es casi anuales, películas y libros sin cuento. Guns n’Roses y Marilyn Manson han grabado sus canciones y ahora Tarantino (director de cine-cómic que personalme­nte me carga) retorna a él en su nueva película. Dicen que Manson es «un icono pop». Una gilipollez y un insulto a sus víctimas. Un criminal asqueroso, revivido a golpe de morbo y que debería haber sido olvidado hace tiempo.

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