BONDAD Y BUENISMO
Resolvamos la situación de esos desgraciados que malviven en un barco. Pero no caigamos en la trampa. Una cosa es la bondad y otra muy distinta el buenismo
HAY que releer a Sartori para entender lo que sucede a nuestro alrededor. El sabio italiano tuvo que sufrir la persecución de esta inquisición blanda que pretende imponer el discurso único de la progresía, que no del progresismo. Sartori distinguía el pluralismo del multiculturalismo con una precisión de cirujano que se atreve a meterle mano a los tejidos que sustentan las ideas que nos conforman. No haya que ser un platónico convencido para darse cuenta de que las ideas nos sirven para interpretar el mundo y darle sentido a la insoportable y kunderiana levedad del ser.
El pluralismo consiste en la convivencia de esas ideas en un marco común determinado por la Ley con mayúscula: la que niegan los rebeldes que luchan contra el sistema para derribarlo e imponer el suyo. Si lo consiguen, el nuevo sistema será una dictadura de la utopía, algo que linda con el terror y la asfixia de las libertades. Ese pluralismo, odiado por los totalitarios de uno y otro signo, no tiene nada que ver con el multiculturalismo. Esta corriente de pensamiento –es un decir, porque todo se queda en las consignas– se ha impuesto en buena parte de la progresía del siglo XXI. Sepultado el comunismo por los cascotes del Muro de Berlín, esos utópicos de la izquierda extrema se refugian en las culturas para socavar los cimientos de la democracia liberal, a la que odian a muerte.
Para llevar a cabo su labor destructora echan mano de una tolerancia inexplicable que convierte al islamismo radical en una especia de remanso de virtudes que nada tienen que ver con la corrompida democracia occidental. Los mismos que critican sin piedad a la Iglesia Católica, apoyan con su silencio cómplice la discriminación de la mujer que practican los islamistas radicales mientras se emplean a fondo contra la sociedad heteropatriarcal –el neologismo es de premio– que impone la dictadura del machismo. Situarlos ante el espejo de sus contradicciones es el mayor favor que podemos hacerles.
En esta corriente están los defensores del bienestar animal (sic). Y no podían faltar los que siempre saltan cuando la tragedia se ceba con los inmigrantes –ahora les llaman migrantes, como si no tuvieran origen ni destino– que buscan el paraíso al otro lado del mar, como antes lo buscaban los que disfrutaban de las bondades del comunismo al otro lado del acero que partía a Berlín en dos. ¿O es que eran los esclavos del capitalismo los que querían saltar el muro para encontrar el edén en la República Democrática –modo ironía on– Alemana?
Alentados por la típica ONG que fabrica ideología con el dolor de los débiles, esa corriente disolvente usa esa trágica situación del individuo para inyectar en la sociedad el veneno de la autodestrucción. Nosotros tenemos la culpa de lo que sucede en esos países: he aquí el primer punto de esta nueva forma de colonialismo buenista que exime de responsabilidad a los gobiernos africanos, porque todo depende de nosotros. Curioso y contradictorio, como todo lo progre. Somos, pues, los culpables de todo lo que pasa en el mundo porque no nos entregamos a la utopía que ha dejado hambre, miseria y millones de muertos envueltos en palabras que deberían estar proscritas como la cruz gamada: soviet, gulag, jemeres, revolución cultural...
Resolvamos la situación angustiosa de esos desgraciados que malviven en un barco a la deriva. Pero no caigamos en la trampa. Una cosa es la bondad y otra muy distinta el buenismo. La primera nace de la caridad o de la filantropía. La segunda, de una demagogia destinada a detentar el poder por la vía del chantaje emocional. Sartori lo tenía muy claro. Por eso hay que leerlo y releerlo. Siempre.