Lo que no está pagado
A la derecha, una enfermera de Florencia (Italia), tras recibir la vacuna. Arriba, las ampollas de Pfizer llegan a una residencia del barrio madrileño de Vallecas. A la izquierda, una interna de la Residencia Mixta de Gijón, antes de ser inoculada
Sin detallar la cantidad, dice el director general de Pfizer España
que su compañía ha invertido «miles de millones de dólares a riesgo» en el desarrollo de una vacuna cuya financiación no ha necesitado estímulos públicos. En Estados Unidos se administran los viales de los laboratorios Moderna desde hace días, y el director ejecutivo de AstraZeneca, cuyo tratamiento inmunitario va ligeramente más retrasado y se preveía menos eficaz contra el Covid-19, asegura que su vacuna logrará alcanzar el 95 por ciento de efectividad contra el virus. La puesta en escena desplegada ayer de forma
simultánea a lo largo y ancho de la Unión Europea en torno a las primeras vacunaciones y el zafio aprovechamiento político de esta campaña sanitaria por parte de algunos propagandistas locales han alterado la perspectiva de una jornada cuyos protagonistas tampoco eran, tras la procesión de la pegatina, los ancianos y enfermeros inoculados, que ayer se limitaron a reinterpretar el papel mediático
reservado cada 22 de diciembre a los premiados –¿y si cae aquí?– con el Gordo de Navidad. La sensibilidad manda, pero la conciencia obliga. Es la industria farmacéutica, históricamente criminalizada
por la izquierda estatalista, la que nos va a sacar de esta. Los primeros antivacunas, antes incluso de la irrupción del Covid-19, no eran cuatro iluminados por la paraciencia, sino un grupo organizado y obsesionado con la persecución de la iniciativa privada y el mercado, peor cuanto más libre, justo allí donde se compran y se
pagan los medicamentos que nos curan y nos permiten seguir viviendo para recordar sus campañas de salud pública.