El mundo brinda por el fin de un año de pesadilla
Ni la llegada de las vacunas ni el fin de los toques de queda, lo que el mundo deseaba esta Nochevieja era el fin de un año aciago, el 2020, marcado por una pandemia que ha hecho temblar los cimientos de la sociedad contemporánea y ha demostrado la fragilidad del mundo moderno. Con más restricciones que nunca y con los viajes limitados, el coronavirus privó al mundo de los festejos habituales de Año Nuevo. Sin las calles abarrotadas, millones de personas despidieron el fin del 2020 desde casa. La bahía de Sídney refulgió como siempre bajo toneladas de brillante pirotecnia, pero sus habitantes, en lugar de mirar al cielo, vieron la televisión, que retransmitió el espectáculo. En París, un concierto virtual de Jean-Michel Jarre sustituyó a los tradicionales fuegos artificiales. Tampoco hubo exhibición pirotécnica sobre el Támesis de Londres ni petardos, este año prohibidos, en Alemania. Un paisaje muy diferente al que ofreció China, y en particular Wuhan, epicentro del brote de coronavirus, al escenificar la vuelta a la normalidad con miles de personas en las calles sin guardar la distancia de seguridad.
En lo que coincidieron en un punto u otro del globo es en que el año se marchó demasiado tarde. A los que no están, que en este 2020 son más que nunca, se les echó en falta en unas celebraciones sin demasiado ánimo de fiesta, en las que no faltaron en España las mascarillas y donde, por primera vez y después de una difícil temporada, una gran parte de la población no pudo reunirse con sus familiares. Mientras unos despidieron un año para el olvido en cuarentena, otros tantos lo hicieron en hospitales, trabajando o bajo cuidados intensivos por culpa de una enfermedad que no entiende de ningún tipo de festividad.
Trescientos años después, el Palacio del Elíseo conserva intacta su leyenda bien fundada de palacio «galante», «libertino», y algunas briznas de tragedia ensangrentada que comenzó con Madame de Pompadour, Jeanne-Antoinette Poisson, marquesa, duquesa, favorita políticamente influyente de Luis XV. El constructor del primer palacio del Elíseo fue el conde de Évreux. Los trabajos y decoración de la futura residencia presidencial terminaron en 1720. Hace trescientos años, su primer propietario comenzó a utilizarlo como «picadero» y residencia de fin de semana, hasta que Luis XV lo compró para ofrecerlo como regalo a su favorita «titular».
Durante la Revolución y el Imperio, el Elíseo fue «sala de fiestas», residencia de un cuñado de Napoleón (el príncipe Joachim Murat), hasta que Napoleón III lo convierte en residencia definitiva de los presidentes de Francia, acompañado de la granadina Eugenia de Montijo, María Eugenia Ignacia Agustina de Palafox y Kirkpatrick, marquesa de Taba, su esposa, la última emperatriz de Francia. Si Madame de Pompadour es el origen último de todas las leyendas galantes del Elíseo, la pareja formada por Eugenia de Montijo y Napoleón III confiere a ese estatuto su dimensión más «íntima».
No es un secreto que Napoleón III fue un señor emperador muy mujeriego. Entre sus relaciones íntimas figuraron aristócratas, cabareteras, actrices, mayoritariamente ambiciosas. La emperatriz Eugenia llevaba los devaneos de su esposo con resignación cristiana. Intentando «respetar» algunas formas, el emperador hizo construir en los sótanos del Elíseo unos pasadizos secretos que utilizaba cuando deseaba pasar unas horas nocturnas en brazos de alguna de sus «novias», abandonando el Elíseo embozado, con cierta discreción. Siglos más tarde, el presidente François Hollande era mucho menos discreto y salía del Elíseo en bicicleta para correr hasta el lecho de su última novia.
Consciente de su estatura imperial, el general Charles de Gaulle instaló su despacho personal en la que fue la habitación privada de la emperatriz Eugenia.
Y, cuando fue necesario instalar en el Elíseo el centro de control y mando del arsenal nuclear de Francia (tercera potencia atómica mundial), lo instaló en los antiguos pasadizos utilizados por Napoleón III para pasar noches de «galantería sexy».
Presidentes mujeriegos
Entre Napoleón III y el general De Gaulle, quizá la historia más «subida de tono» de un presidente francés en el Elíseo es la del presidente Félix Faure, mujeriego empedernido, que sostuvo una relación célebre con una gran actriz de la época, Cécile Sorel. Murió en 1899 en el lecho del honor, víctima de un ataque, mientras una señora de buen ver, Marguerite Steinheil, le hacía una felación… No es un secreto que el presidente Faure fue gran consumidor de píldoras «Yse» (una suerte de Viagra de la época). Aparentemente, ante de recibir en su lecho presidencial a Madame Steinheil, el presidente Faure había tomado dosis excesivas de «Yse».
Claude Pompidou
Mientras su esposo el presidente agonizaba, a ella se le involucró en la participación en veladas íntimas donde se practicaba el sexo en grupo con consumo de drogas
Durante la V República, tras la magna herencia del general De Gaulle, todos sus sucesores aportaron matices propios a las bien fundadas leyendas galantes del Elíseo. Georges Pompidou tuvo una agonía trágica. Pero, durante años, su esposa, Claude Pompidou, se vio envuelta en sórdidos rumores sobre su participación personal en «veladas íntimas» donde se practicaba el sexo en grupo, con abundante consumo de drogas. La justicia quizá permitió enterrar esos rumores. Queda la leyenda, como en la célebre película de John Ford, «El hombre que mató a Liberty Valance».
Valery Giscard d’Estaing tuvo fama de mujeriego elegante. Pero, durante su presidencia, el Elíseo se libró de escenas o historias «galantes». Su sucesor, François Mitterrand, escribió personalmente muchas de las páginas más tórridas y trágicas de la historia galante del Elíseo.
Elegido presidente, Mitterrand se
François Miterrand
Su esposa y sus tres hijos se instalaron en el Elíseo, y en un palacio próximo lo hicieron la amante y la hija de ambos. Las dos familias no se cruzaron en 14 años