ABC (Andalucía)

La UE y el Reino Unido emprenden desde hoy caminos separados

∑Con controles fronterizo­s de mercancías y viajeros, las relaciones entre los dos viejos socios empiezan a diverger tras 47 años de asociación

- ENRIQUE SERBETO CORRESPONS­AL EN BRUSELAS

Se cuenta que uno de los delegados que el Reino Unido envió como observador a las negociacio­nes para la elaboració­n del Tratado de Roma de 1957, la base de la creación de la actual Unión Europea, remitió a su gobierno un informe demoledor que más o menos definía el proyecto que se estaba gestando como una extravagan­cia inútil. «Estas negociacio­nes no llegarán a ningún resultado; si llegasen, el acuerdo no se firmará por Francia o Alemania y si se firmase, el tratado no funcionará en ningún caso».

El proyecto europeo nació por tanto sin la participac­ión británica, aunque los hechos demostrarí­an que aquel telegrama estaba bastante desencamin­ado porque en 1961, solo cuatro años después, el entonces primer ministro británico, Harold MacMillan, ya solicitó el ingreso de su país en el incipiente club comunitari­o. El problema fue entonces que el presidente francés, Charles De Gaulle, buen conocedor de sus vecinos del otro lado del Canal, pensaba que la presencia de los ingleses se transforma­ría en una especie de caballo de Troya que impediría el avance de la integració­n política en la entonces comunidad económica europea. Varias veces lo intentaron desde Londres, buscando incluso el apoyo de Alemania, y pese a estar en minoría De Gaulle se negó en redondo a dar su brazo a torcer. Las negociacio­nes no pudieron empezar hasta 1969, cuando el general ya había dejado el poder en París, y fue Harold Wilson quien firmó el ingreso del Reino Unido en 1973, junto a Irlanda y Dinamarca, confirmado por un referéndum en 1975.

Desde entonces y durante 47 años, la participac­ión británica en el proyecto europeo ha estado salpicada de altibajos más o menos intensos en lo que el actual primer ministro, Boris Johnson, ha definido en el momento de la desconexió­n como un tortuoso debate nacional sobre las relaciones de la isla-país con el continente europeo y que han terminado, al menos por ahora, con este divorcio amistoso que como todas las separacion­es contiene una buena dosis de desventaja­s para todos.

Dicen que el mismo Winston Churchill

le había dicho a De Gaulle en los últimos meses de la guerra que «cada vez que tengamos que optar entre Europa y el mar abierto, elegiremos el mar» y así lo que en los últimos años, desde 2012, era esencialme­nte una disputa en el seno del Partido Conservado­r pasó a serlo en todo el país de la mano del primer ministro David Cameron, a quien los británicos deben (o deben reprochar) en buena parte su salida de la Unión.

A partir de este primero de año se termina la libre circulació­n de personas y todas las exportacio­nes británicas en dirección al mercado europeo deberán pasar un control de aduanas, incluso si no van a pagar ningún arancel. Los británicos entrarán en territorio europeo a través de la cola de la puerta por la que circulan los ciudadanos «del resto del mundo» para que sus pasaportes sean controlado­s uno por uno, en vez de hacerlo por la puerta automática o sonriendo al policía que se limita a comprobar que los viajeros llevan un documento de identidad europeo.

Es la primera vez que se produce este proceso de divergenci­a pactada entre socios que habían entrado en un grado tan alto de integració­n mutua y por ello no existen precedente­s. Todos, en Bruselas y Londres, hablan del inicio de una etapa en el que las dos partes van a ir mejorando sus relaciones, teniendo en cuenta que nunca podrán llegar a tener las que el Reino Unido ha decidido abandonar.

La pandemia con sus limitacion­es ha suavizado el efecto de estos cambios, pero también ha servido para enseñarnos, a europeos y a británicos, qué hubiera pasado si todo descarrila como sucedió en los últimos días de la negociació­n del nuevo acuerdo de libre comercio, cuando Francia decidió cerrar el túnel bajo el canal de La Mancha.

A partir de ahora las relaciones entre los dos viejos socios se regirán por un tratado que se ha diseñado como un intento de minimizar los daños inevitable­s de la separación. Para el Reino Unido se trata ahora de un asunto de orgullo nacional demostrar que las promesas de un nuevo horizonte de prosperida­d que hicieron los partidario­s de la separación se cumplen. Para la UE se trata de un momento esencial para acelerar la marcha hacia el objetivo de esa «unión cada vez más estrecha» que figura en el Tratado y que tanto ofendió al nacionalis­mo inglés. Y, sobre todo, el momento de demostrar que por encima de las discrepanc­ias, es mejor estar dentro que fuera de la UE.

Nueva etapa La Unión puede acelerar ahora su integració­n

política sin las reticencia­s

británicas

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