La verdadera enfermedad
Podemos quejarnos pero también aprender que celebrar el Fin de Año es una horterada. El silencio en las calles de las ciudades más importantes lo han interpretado muchos como el símbolo de la soledad, cuando es en realidad una maravillosa forma de civilización, de cultura y de aseo. Lo mismo que el Concierto de Año Nuevo, sensacional sin el público que suele tener de japoneses, rusos, chinos y demás nuevos ricos que nada tienen que ver con Strauss, con la música o con la altura moral de Riccardo Muti. Los lamentos son estériles y sólo vives si aprendes. El tumulto es deprimente. Las fechas señaladas son un tópico, y Fin de Año y San Juan son las celebraciones más demenciales y vulgares. Para celebrar no hay nada mejor que un martes de febrero. Sólo es agradable estar donde la masa no ha sido convocada. El gregarismo es más contagioso que el Covid, y más letal. El cliché es el rastro que hay que esforzarse en borrar. El silencio es casi siempre la mejor música tal como cuando hay rusos, japoneses y chinos intentando emular el lujo europeo, la mejor alternativa es un plato de sopa fría y la mejor compañía, la soledad. Hay que aprovechar las crisis para evolucionar. Hay que pensar alejándose del lugar común, de la inercia y de lo que se dice sin intención, sin vocación, sin misión. Volveremos, claro que volveremos. Pero tendríamos que intentar volver mejor, sabiendo más, haciendo menos el ridículo, con una idea más alta de nuestro lugar en el mundo. Las fotos solitarias del Fin de Año en Londres, Madrid, París o Nueva York no son trágicas sino hermosas. Lo que tardemos en aprenderlo es lo que tardaremos en superar, ni que sólo sea un poco, nuestra verdadera enfermedad.
En 1992, cuando llevaba «tan solo» cuarenta años en el trono, Isabel II celebró su llamado Jubileo de Rubíes con un discurso solemne. En él sorprendió al mundo poniendo de moda el latinajo «annus horribilis». Con la expresión clásica reconocía que el año le había resultado desastroso. Dos de sus cuatro hijos, Andrés y Ana, se habían divorciado. El castillo de Windsor, su residencia predilecta, se vio dañado por un grave incendio. El picante del «Camillagate» del príncipe Carlos animaba las ventas de los tabloides y Lady Diana Spencer, que no era exactamente la cándida princesa del serial de Netflix, se tomaba su venganza aventando todas las miserias de su matrimonio en una autobiografía por entregas rubricada por Andrew Morton.
Cinco años después llegaría un «annus horribilis 2», con el accidente letal de Lady Di en el túnel del Alma de París, con solo 36 años. La Reina, de la escuela inglesa de siempre, la de la contención y el clásico «labio superior rígido», se vio desbordada por el novedoso desparrame emocional de los británicos. Un géiser de sentimentalismo desatado, alentado por el premier laborista Tony Blair, que con reflejos populistas apodó a Diana como «la princesa del pueblo». Aquel fue tal vez el momento más delicado del largo reinado de Isabel II. La soberana, hasta entonces infalible, parecía había extraviado la única fórmula que sostiene en el tiempo una monarquía parlamentaria▶ la sintonía entre la Corona y el pueblo.
La Reina, que es parca, pero muy larga, nunca le ha perdonado a Blair aquella celada. Los años pasan y todavía no le ha concedido ninguno de los honores con los que se distingue a los grandes estadistas británicos. De hecho, los especialistas palaciegos especulan con que se resiste a condecorar a los exprimeros ministros Gordon Brown y Theresa May para no tener que hacerlo también con Blair.
Algún cortesano ha bisbiseado que cuando le informaron del accidente de Diana, la primera reacción de su exsuegra fue tan práctica cmo desapegada▶ «¡Pero cómo es que nadie había repasado los frenos del coche!» Mientras las multitudes lloraban ante las verjas de Buckingham por la princesa del glamour y las revistas, la Reina, todavía en Balmoral, no permitió que la bandera del palacio de Londres ondease a media asta estando ella ausente.
Respaldo a la Corona
Pero Isabel II supo remontar el bache de popularidad que provocó su fría reacción ante aquel drama. En este año 2020 de la peste, con un Covid-19 que ha vapuleado a un Reino Unido que inicialmente infravaloró la amenaza con sueños nacionalistas de excepcionalidad, la popularidad de la Reina está por las nubes. Según YouGov, la principal firma demoscópica del país, es la figura más valorada de la Familia Real, con un 83% de aprobación y solo un 12% de rechazo, seguida por su nieto Guillermo, con un 80% de aprobados y un 15% que lo suspende. El farolillo rojo lo ostentan Meghan Markle, con un 59% de rechazo, y el Príncipe Andrés, que arrastra la grimosa sombra de su relación con Epstein y solo recibe el aprobado del 7% del público, que además desea que sea extraditado a Estados Unidos.
Pero además, un 55% de los británicos consideran que la monarquía es «buena para el Reino Unido», frente a un 27% que la rechaza. Ese éxito guarda también relación con la lealtad de los partidos del «establishment» hacia la forma constitucional de Gobierno, incluidos los separatistas escoceses. En el Reino Unido sería inimaginable lo que ocurre en España, donde un partido que cogobierna y está obligado a respetar la Constitución mantiene desde el poder una campaña contra la Corona.
Isabel II es la mujer más fotografiada de la historia, pero jamás ha concedido una entrevista. Lleva 68 años en el trono y 73 de matrimonio con el peculiar Felipe de Edimburgo, de 99, al que adora y alguna vez ha presentado
Valoración de los miembros de la Familia Real inglesa
Isabel II en público como «mi sostén». Elizabeth Alexandra Mary, apodada «Lilibeth» en su hogar, nació el 21 de abril de 1926, solo dos años después del estreno de la primera película del cine sonoro y ha visto desfilar ya a 14 presidentes de Estados Unidos. Cuando fue coronada, el 2 de junio de 1953, el Reino Unido, exangüe todavía por el esfuerzo bélico, mantenía la cartilla de racionamiento para el azúcar y solo el 15% de los hogares poseían nevera. La Reina procede de otro planeta, de un país muy diferente. Es hija de una era donde simplemente «uno cumplía con su deber». Su avanzadísima edad, esos estupendos 94 años de la hija de una Reina Madre que llegó a los 102, no son vistos como un inconveniente por parte de los británicos. A la pregunta de si debe abdicar y dejar paso a Carlos –o a Guillermo, que es lo que preferiría el público llegado el caso–, un 56% responde que «no». Solo el 24% desea que Isabel II se retire.
Concluir el año con su popularidad en máximos y con un gran apoyo para la monarquía es un hito meritorio, porque 2020 no ha resultado un paseo para la Corona. El primer contratiempo llegó el 8 de enero, cuando los duques de Sussex, Harry y Meghan, anunciaron sorpresivamente en Instagram su intención de «dar un paso atrás», renunciando a sus roles reales y mudándose a Norteamérica. De inmediato se organizó una cumbre familiar en Sandringham, el inmenso latifundio de la Reina en el Noreste de Inglaterra, donde pasa siempre las navidades. Acudieron la soberana, el Príncipe Carlos y los hermanos William y Harry. Tras aquel encuentro, Buckingham emitió un comprensivo comunicado de Isabel II, donde expresaba su «apoyo» a su «deseo de una vida más independiente». Además, la Reina recalcaba que Harry y Meghan «serán siempre miembros muy queridos de mi familia». Lo cierto es que la espantada del que probablemente era su nieto favorito –y por momentos la figura más valorada de la Casa Real– sentó mal a su abuela. A finales de marzo, Harry y Meghan ya estaban fuera de «The Firm» (como se llama la Familia Real a sí misma), despojados de todo papel de representación de la Corona y privados del uso de sus títulos. Asentados en California, donde compadrean con su vecina Oprah Winfrey y se prodigan en las redes, la pareja acaba de estrenar un podcast y han firmado un millonario contrato con Netflix para grabar un programa documental «inspiracional para las familias».
El segundo golpe del año para la Reina fue el que hemos sufrido todos, la irrupción de la pandemia, con dos contagios en la familia▶ Carlos y su hijo Guillermo. El 19 de marzo la Reina fue fotografiada en su berlina saliendo de Buckingham rumbo a Windsor. Sentados al lado de la soberana, que como buena inglesa adora a los animales, iban
sus dos últimos corgis supervivientes, Candy y Vulcano. Isabel II ponía rumbo a una burbuja de protección preparada para ella en Windsor, el mismo lugar donde fue refugiada junto a su hermana Margaret en 1940 ante la embestida alemana. Hoy continúa en el castillo. Allí vive sola con su marido y el staff mínimo imprescindible, a fin de evitar el contagio de la pareja de nonagenarios. Los británicos no volvieron a tener una fotografía de su Reina en público hasta el 1 de junio, cuando a sus 94 años se dejó ver cabalgando a lomos de un poni de catorce años por los jardines de Windsor, con pañoleta floral, americana verde y guantes blancos que sujetaban con firmeza las riendas.
Laboriosidad y deber
La Reina viste siempre en público con colores chillones, «porque para ser creíble tengo que ser vista». Durante años y años, cada semana se ha pateado la otra Gran Bretaña, la de lluvia y olvido, la alejada del brillo metropolitano de Londres, donde bajo su paraguas transparente de la casa Fulton inauguraba funciones benéficas, o visitaba bibliotecas, hospitales, parques de bomberos. Discreción a rajatabla, laboriosidad y sentido del deber. Esas son las claves de su éxito, pues para perdurar hoy una monarquía debe asentarse sobre la historia, la ejemplaridad y el trabajo bien hecho (y también, por qué no, unas gotas de la atractiva aureola de misterio que confiere una bien medida lejanía). En 2019, la nonagenaria soberana todavía mantuvo 295 compromisos públicos, superando a sus hijos y nietos. En el año de la pandemia han caído a 133, de los que 71 han sido mediante teléfono y vídeollamadas.
Pero Isabel II no estuvo parada. Nunca ha hablado tanto a su pueblo como en este 2020, en el que ha pronunciado tres discursos. Alocuciones marcadas por llamadas a la esperanza, elogios patrióticos del carácter inglés y una olímpica ignorancia del espinoso tema Brexit. En 2014, a las puertas del referéndum escocés, la Reina se cuidó de mandar un mensaje críptico, pero evidente, a favor del voto unionista. A la salida de una misa en Sandringham señaló en una sola frase que los británicos deberían «pensar muy bien lo que