ABC (Andalucía)

Fundamento­s

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En su mundo, hay avances, pero siempre sutiles y sin perder el pie anclado en la tradición

En 2009, el piloto Lewis Hamilton fue nombrado Miembro del Imperio Británico. En una comida de gala en Buckingham el protocolo lo sentó a la izquierda de la Reina. Rápidament­e, Hamilton comienza a monopoliza­rla con su verborrea. «No –lo detuvo ella con una sonrisa amable–, ahora usted hablará con quien tiene a su izquierda y en el siguiente plato, yo hablaré con usted». Esa es Isabel II, protocolo, respeto y una proximidad cordial, pero distante. Sus amigos aseguran que «jamás, en ningún momento, deja de ser la Reina». Aunque Rowan Williams, anterior arzobispo de Canterbury, reveló que «en privado es enormement­e divertida», sus detractore­s le afean que «no tiene personalid­ad» y que su éxito radica «en no hacer nada». Tal vez sea una forma de elogio tratándose de una monarca constituci­onal. Cada día, la anciana Isabel II dedica tres horas a leer documentos oficiales, que va archivando en sus famosas cajas rojas. Una rutina que cobra su único sentido en que la ejecuta ella. El deber continuado acaba nutriendo el alma de la institució­n.

Isabel II, que nació por cesárea en un piso de Burton Street, en el Mayfair londinense, no estaba llamada a ser Reina. La abdicación de su tío, Eduardo VIII, por sus devaneos filonazis y su obsesión por la complicada señora Simpson, cambió su destino. Tenía once años cuando su padre fue coronado y 25 cuando le comunicaro­n que Jorge VI había muerto. Estaba en Kenia y era una chica guapa y risueña, de 1.63 de talla, ojos azules y gustos deportivos, que ese día vestía unos vaqueros. Ya nunca más se pondría unos jeans. Reina por azar, cree firmemente que fue un mandato de Dios y en su concepción del mundo de un deber así no se puede abdicar. Habrá Reina hasta el último aliento.

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