«Vicecapo» de la mafia neoyorquina
Se declaró culpable de 70 delitos y fue condenado a 455 años de cárcel
DERROCHAR destreza al disparar a palomas desde las azoteas, hacer sus pinitos delictivos en una pandilla callejera del sur de Brooklyn y salir absuelto de su primer homicidio bastó para que Anthony Casso, nieto de napolitanos emigrados a Nueva York, fuera fichado para prestar sus servicios criminales a los Lucchese, uno de los clanes mafiosos con más solera de la ciudad de los rascacielos.
Respetuoso de los ritos internos, escaló los peldaños de la peculiar jerarquía y en 1974 ya era «made man», es decir, miembro de pleno derecho de los Lucchese, siendo su principal cómplice otra figura del clan, Víctor Amuso, que a sus 86 años cumple cadena perpetua en un centro penitenciario de Maryland. La alianza entre ambos duró hasta el arresto de este último, del que muchos observadores responsabilizan a Casso.
Otras fuentes sostienen que hizo todo lo posible para evitar que su amigo perdiese la libertad. Sea como fuere, lo cierto es que Casso y Amuso destacaron en la violencia mafiosa que imperó en Nueva York durante los ochenta y principios de los noventa. Principalmente por homicidios▶ se da por hecho que Casso cometió directamente unos cuarenta –especializándose en los «chivatos»– mientras ordenaba a otros alrededor de un centenar de asesinatos. Por ejemplo a dos policías en activo, Louis Eppolito y Stephen Caracappa, cuyos nombres reveló Casso cuando decidió cooperar con las autoridades. Pero también a través de delitos más refinados, como los sobornos a empresas –con predilección hacia las transportistas–, el contrabando de gasolina e incluso el robo de acero.
Hubo también grandes fracasos. El más sonado fue el fallido intento de asesinato de uno de sus principales rivales, John Gotti, referente del clan de los Gambino, Sin embargo, su abultada lista fue premiada en 1989, con su ascenso a «vicecapo», equivalente al «underboss» en la jerga mafiosa. Y porque no quiso ser el «capo» de los Lucchese.
La posición jerárquica era lo de menos, pues al año siguiente potenció su leyenda cuando escapó de una redada policial y logró dirigir a los Lucchese desde la clandestinidad. Su «reinado» duró hasta un día en que la Policía le pescó en el piso de una de sus amantes, envuelto en una toalla mientras salía de la ducha.
Una vez entre barrotes, Casso se acogió al programa de protección de testigos, muy útil a efectos procesales, y que le permitió contar sus «memorias» a los jueces, ante los que acabó confesando la friolera de setenta delitos. La lista no era exhaustiva.