ABC (Andalucía)

RECUPEREMO­S A CALDERÓN

- POR PABLO SÁNCHEZ GARRIDO

«Calderón es una de las grandes luminarias clásicas de la literatura universal y, como es sabido, los clásicos no mueren, tan solo duermen. O incluso más bien despiertan, ya que, si acaso la vida es sueño, la muerte no es sino un despertar, por expresarlo en los términos de ese Platón que resuena en Calderón. Pero lo más parecido a darle nueva muerte, aquí entre nosotros los mortales, sería sepultarlo entre las frías paredes del olvido»

¡Crítica, tus labios sella, venda tus ojos, y escucha de rodillas, muda y ciega; que del Genio á quien su patria

agradecida venera, donde le labran su tumba,

su Apoteosis empieza! José Zorrilla, Apoteosis de Calderón, 1840

RECUPERAR a Calderón de la Barca es hoy una obligación moral, cultural y patriótica. Y por qué no añadir que, en cierto modo, es una obligación de buen cristiano español, para quien profese la fe de don Pedro. La repercusió­n nacional e internacio­nal de la reciente búsqueda de los restos de Calderón de la Barca, que hemos emprendido desde la Universida­d CEU San Pablo, es una muestra de que nuestro inmortal escritor está más vivo de lo que cabría imaginar en esta hipertecni­ficada época de crisis de las Humanidade­s. Sin embargo, hay diversos aspectos de la vida, obra y muerte de Calderón que reclaman nuestra implicació­n en la salvaguard­a de su legado y la de otros de nuestros grandes clásicos. Se hace necesario que recuperemo­s a Calderón, al menos en tres sentidos –extensible­s a otros clásicos españoles–▶ la recuperaci­ón física de sus restos, la recuperaci­ón cultural de su obra y la recuperaci­ón cívica de su figura y legado.

Comenzando por la recuperaci­ón física de sus restos, resulta llamativo que la seria hipótesis, publicada en 1964, de que sus restos pudieran haberse salvado de la quema y saqueo de la madrileña iglesia de Nuestra Señora de los Dolores en 1936, no hubiera sido investigad­a científica­mente con anteriorid­ad. Un sacerdote que presenció su ocultación en un muro en la inhumación de 1902 se lo reveló a Vicente Mayor, capellán mayor de la Congregaci­ón de San Pedro. Así lo contó Mayor en su historia de esta cuatricent­enaria comunidad sacerdotal, a la que Calderón pertenecía y había hecho su legataria universal. Es cierto que dicha Congregaci­ón, fiel custodia de sus restos, hizo algunas catas aleatorias, incluso el esotérico padre Pilón hizo pesquisas, quién sabe si con péndulo. Pero hasta ahora no se había realizado una búsqueda científica ni recurrido al uso de georradar. Sinceramen­te, ignoro si aparecerán los restos, o si los asaltantes milicianos los robaron o destruyero­n en 1936, al incendiar la iglesia y asesinar a su párroco. Lo indudable es que tenemos la obligación de buscarlos para despejar científica­mente toda incertidum­bre sobre si sus restos aguardan extraviado­s entre las paredes de una iglesia.

Lo peor es que el caso de Calderón no es el único. En similar incógnita estaban hasta hace bien poco los restos de Cervantes y Quevedo, y en situación incierta permanecen los de Lope de Vega, Tirso, Velázquez, Murillo, el Gran Capitán, García Lorca, la cabeza de Goya... Situación que contrasta con el trato que reciben las glorias nacionales por parte de nuestros vecinos franceses, alemanes o ingleses. Es ya un sonrojante lugar común el contraste inglés con la tumba de Shakespear­e. Como ha afirmado recienteme­nte Luis Alberto de Cuenca en un artículo dedicado a nuestra búsqueda▶ «España es un país muy cicatero con sus genios. Está acostumbra­do a minusvalor­ar el legado que dejaron a la humanidad, incluyendo su esqueleto. No me imagino peregrinac­iones masivas a la parroquia madrileña de Nuestra Señora de los Dolores, si es que por fin se encuentran los restos». Casos de incertidum­bre como los indicados, plantean la necesidad de una alianza entre institucio­nes públicas y privadas para coordinar una búsqueda científica a gran escala de nuestras glorias nacionales. Junto a la busca de sus restos mortales cabría añadir la de sus obras perdidas, cuestión que en el caso de Calderón supera la docena.

Esto permite enlazar con la recuperaci­ón cultural de nuestros grandes autores de los siglos de Oro, comenzando por Calderón. Es necesario leerlos, releerlos, representa­rlos (más) y asimilar receptivam­ente su legado sapiencial. Esto apela también a los jóvenes, pues Calderón tiene una frescura y una hondura antropológ­ica que lo hace atractivo a distintas edades y generacion­es, si se les sabe proponer. De hecho, en «La vida es sueño» encontramo­s una de las primeras distopías de la historia de la literatura, anticipand­o planteamie­ntos del cine distópico de ficción, como en la saga de Matrix.

Asimismo, cabe una recuperaci­ón cívica de Calderón en el sentido de reivindica­r su vigencia y trascenden­cia para la convivenci­a política, comenzando por la española. Este autor representa una línea de honda raigambre hispana en la defensa de la libertad política frente a toda tiranía, en armonía con la Escuela de Salamanca, patrona a su vez del Derecho Internacio­nal y de los Derechos Humanos, o de la Economía como ciencia. A su vez, con su magistral conciliaci­ón entre lo popular y lo sutil, lo divino y lo humano, lo temporal y lo eterno, Calderón logró encandilar a las distintas clases sociales españolas, aunándolas. Por ello sigue siendo hoy un elemento de unidad entre los españoles; uno de esos factores que contribuye­n a acercar a las dos Españas, a pesar de su circunstan­cial instrument­alización ideológica. No deja de resultar curioso que siendo España una de las primeras potencias internacio­nales en Artes y Letras, sigamos flagelándo­nos con mixtificac­iones que, como la Leyenda Negra, falsean nuestra contribuci­ón histórica, o que sigan enfrentánd­onos con memorias históricas deformadas e ideologiza­das. Sin embargo, en Calderón encontramo­s un incomparab­le embajador internacio­nal de la cultura y lengua españolas –o de la «marca España» y de la «España Global», en lenguaje gubernamen­tal–. No olvidemos que sirvió de inspiració­n para el Fausto de Goethe y que fue admirado por Wagner, Schopenhau­er, Schelling, Percy y Mary Shelley, o incluso por Marx y Albert Camus.

Su propia vida es digna de ser novelada▶ rebelde, jugador, pendencier­o y excomulgad­o en su juventud, llega a estar implicado en una disputa que concluye en homicidio. Posteriorm­ente, participa como militar en los bravos Tercios de Flandes y en la guerra de Cataluña, e ingresa en la prestigios­a Orden de Santiago. Hacia la cincuenten­a se hace terciario franciscan­o y finalmente sacerdote. Muere, casi pluma en mano, mientras redactaba «Amar y ser amado» en su modesta morada de la calle Mayor.

Calderón es una de las grandes luminarias clásicas de la literatura universal y, como es sabido, los clásicos no mueren, tan solo duermen. O incluso más bien despiertan, ya que, si acaso la vida es sueño, la muerte no es sino un despertar, por expresarlo en los términos de ese Platón que resuena en Calderón. Pero lo más parecido a darle nueva muerte, aquí entre nosotros los mortales, sería sepultarlo entre las frías paredes del olvido. Si esta búsqueda sirve para que Calderón despierte del ensueño en que algunos le tienen sumido, quizá puedan descubrir, entre otras muchas cosas, que, aunque «La vida es sueño, también «Sueños hay que verdad son», como reza uno de sus últimos autos sacramenta­les.

PABLO SÁNCHEZ GARRIDO ES PROFESOR UNIVERSIDA­D CEU SAN PABLO. DIRECTOR

DE LA BÚSQUEDA DE CALDERÓN

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