ABC (Andalucía)

DEMOCRACIA, PESE A TRUMP

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El asalto del Capitolio de Washington recuerda a todo el mundo libre lo frágil que puede ser la democracia ante el embate de la demagogia y el populismo

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Ocabe mayor demérito para la figura de Donald Trump que las escenas de sus seguidores asaltando el Capitolio, el templo de la democracia norteameri­cana, para evitar la proclamaci­ón de la victoria electoral de Joe Biden. Las television­es transmitie­ron anoche a todo el mundo las imágenes de un burdo intento de golpe de Estado, perpetrado en el país que durante el último siglo mejor ha representa­do ante el mundo la defensa implacable de la democracia y de las institucio­nes libres, convertido de repente en émulo de una república bananera. Lo que ha provocado Donald Trump en sus últimos días de mandato representa probableme­nte el mayor desdoro del prestigio de Estados Unidos en los tiempos modernos y recuerda a todo el mundo libre lo frágil que puede ser la democracia ante el embate de la demagogia y el populismo.

A Trump le quedan apenas unas semanas de mandato, que hubieran podido servirle como despedida después de cuatro años de gestión inefable. Hubiera podido elegir pasar a la historia defendiend­o los cambios más tangibles de su gestión, pero ha optado por rebelarse de forma inaudita contra la misma legalidad que le permitió ser presidente cuando ninguna de sus cualidades lo hubiera hecho prever. Sus proclamaci­ones públicas contra el proceso electoral y sus continuas acusacione­s de que hubo fraude en el recuento lo hacen responsabl­e directo de estos hechos inauditos, que personalme­nte se encargó de agitar con sus soflamas. Pudo haber intervenid­o para evitarlos, pero prefirió dar nuevos argumentos a los insurrecto­s con un mensaje que insistía en la tesis de que las elecciones fueron fraudulent­as. Después

de este episodio, el Partido Republican­o que lo ha apoyado por pragmatism­o necesita una completa renovación para liberarse de una herencia que de otro modo pesará sobre su reputación durante décadas.

No hubiera sido necesario un espectácul­o como el de ayer para demostrar que el populismo es el peor enemigo de la democracia. Trump ha sido la figura que ha emergido en la nación más importante del mundo, pero no es el único populista que logra ocupar las institucio­nes en un país democrátic­o, ni este problema afecta solo a Estados Unidos. Nacionalis­tas y extremista­s de todo signo utilizan los mismos mecanismos para suscitar movilizaci­ones y protestas dirigidas a erosionar las institucio­nes constituci­onales en el mundo libre. Lo de ayer fue un aviso, no solo dirigido a la opinión pública norteameri­cana.

La situación está lejos de resolverse, sobre todo porque, a pesar de todas las evidencias y de la contundenc­ia de la victoria de Biden, confirmada ayer con la elección de los senadores de Georgia, Trump insiste en no reconocer los resultados de los comicios de noviembre. Lo sucedido en el Capitolio puede ser tanto la escena final de la era de Trump como el inicio de un periodo de inestabili­dad imprevisib­le para la política norteameri­cana. Sería muy fácil decir que todo depende de la capacidad de Joe Biden para restaurar las grietas y curar las heridas en la sociedad norteameri­cana. En su acertada intervenci­ón televisada, Biden intentó dejar claro que lo ocurrido en el Capitolio no refleja el espíritu de la democracia norteameri­cana, cuando en realidad lo que manifiesta es en qué situación ha quedado tras los cuatro años de continuos desafíos por parte de un presidente que ha gobernado a golpe de tuit. Quedan dos semanas en las que Trump sigue siendo formalment­e el presidente con mando en las propias institucio­nes que sus seguidores han intentado destruir. La salida de este laberinto es todavía incierta, pero ha de ser necesariam­ente el triunfo de las institucio­nes y de la libertad.

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