Una escalada verbal para erosionar la convivencia
El desafío del presidente al orden establecido y su discurso agresivo a lo largo del mandato desembocaron ayer en la irrupción violenta de sus seguidores en la sede del Congreso
El escenario de ayer en Washington era impensable. Disparos y al menos en el Capitolio de EE.UU., en la sesión en la que el Congreso certificaba los resultados de la elección presidencial. La sede del poder popular de la democracia más vieja y estable del mundo, invadido por seguidores de Donald Trump. Agredieron a los agentes, destrozaron ventanas para entrar en el edificio. Pasearon la bandera confederada, la de la escisión que provocó una guerra civil, se hicieron fotos en la tribuna presidencial del Senado, invadieron los despachos de los representantes del pueblo estadounidense. Todo dentro de una protesta para exigir dar la vuelta a los resultados de las urnas. Y poco después de que Trump les alentara en un mitin furioso a marchar hacia el Capitolio y presionar a los legisladores.
Era un escenario impensable si nos hubiéramos olvidado de todo lo que ha dicho Trump desde su ascenso al poder. Porque los incidentes de ayer en la capital del país y en otras ciudades son una culminación casi lógica de la erosión democrática del «trumpismo». Una consecuencia telegrafiada tras los mensajes de los últimos años.
En su ascenso al poder, Trump mostró que estaba dispuesto a romper las normas de la política. Utilizaba motes despectivos con sus rivales, agitaba los sentimientos contra inmigrantes con acusaciones generales a los mexicanos de «criminales» y «violadores» o animaba a sus seguidores a agredir a un manifestante. Para muchos en
EE.UU, eso hacía a Trump alguien mucho más atractivo, fuera del corsé de la vieja política, gastada y aburrida.
Pero, poco antes de aquella elección, se mostró también dispuesto a no respetar las reglas básicas de la democracia. En una afirmación que entonces fue muy polémica, se negó a decir que reconocería los resultados de la elección si ganaba su rival, Hillary Clinton.
En la última campaña, frente a Biden, con su reelección cuesta arriba, dobló la apuesta contra los fundamentos de la democracia. Mucho antes de que se votara, se negó a garantizar una transferencia pacífica de poder.
Tras cuatro años de Trump en la Casa Blanca, instalado en la polémica continua, con la prensa estadounidense entregada y alarmada con cada uno de sus movimientos, esa afirmación explosiva en cualquier democracia- se tomó como una más de sus bombas dialécticas. Mientras que los medios y los demócratas se llevaban las manos a la cabeza, sus aliados republicanos hacían la vista gorda. El presidente, con una popularidad tremenda entre el electorado republicano, es el dueño del partido. Los republicanos, sabedores de que buena parte de su futuro político depende de su sintonía con Trump, capaz de dar y quitar poder, han oscilado entre jalear estos ataques a la democracia y quitarles importancia.
En la última campaña, hundido en las encuestas por su gestión de la pandemia de Covid-19, añadió cada vez más gasolina al fuego sobre las elecciones. Utilizó la expansión del voto por correo, debida a las restricciones de la pandemia, para empezar a cebar su salida victoriosa de una posible derrota▶ la existencia de fraude masivo. Defendió que cualquier resultado de las urnas que no fuera su victoria sería producto del robo electoral y comenzó a diseminar teorías conspiradoras y sin evidencias sobre fraude. Al mismo tiempo, advirtió a grupos violentos de extrema derecha, los Proud Boys, a que estuvieran «preparados» ante lo que pudiera pasar tras las elecciones.
Entre lo que más celebran los votantes de Trump está que cumple sus promesas. En esta, la no aceptación de los resultados, lo ha hecho. Desde el recuento posterior al 3 de noviembre negó la voz de las urnas, a pesar de que fueron mucho más claras que en 2016▶ Biden ganó con con siete millones de votos más que el presidente (mientras que Trump perdió por casi tres millones de votos en la elección popular hace cuatro años).
Desde entonces, su combate contra los resultados ha sido total. Sus esfuerzos han naufragado en los tribunales -también en el Supremo, con fuerte mayoría conservadora- y ni siquiera su propia Administración ha admitido la existencia del fraude, pero han sido muy efectivos en la opinión pública. La gran mayoría de los republicanos creen que la elección de Biden fue ilegítima. Con cada bomba dialéctica de Trump, una muesca más en la erosión democrática de EE.UU. Trump se niega a abandonar el poder, ha presionado por teléfono a las autoridades estatales -de forma muy cuestionablepara que dieran la vuelta a los resultados. El 19 de diciembre prometió que ayer habría protestas “salvajes” en Washington. Ayer les animó a marchar sobre el Capitolio y presionar a los legisladores. “Las palabras del presidente importan”, ha dicho muchas veces Biden, y ayer lo volvió a decir. El mejor ejemplo se vio entre los mármoles y las alfombras del Capitolio, en una tarde para la historia y para la vergüenza.
Senado
Demócratas Republicanos