ABC (Andalucía)

APAGARSE CON FUEGO

El destino le ha echado un mal de ojo a la generación que nos ha hecho fuertes

- ALBERTO GARCÍA REYES

la noche de los niños, mientras el sueño inocente de la infancia apretaba los párpados para no desvelarse, una chispa prendió la ilusión de los ancianos de una residencia de Sevilla de la que habían salido los féretros en ristra durante la primera ola del Covid. A veces el destino es muy despiadado. Se ceba con quienes mejor se han enfrentado a él. El fuego de Reyes incineró a una mujer de la posguerra que segurament­e había conseguido a estas alturas de su vida la paz que nunca tuvo. Y en esas llamas ardieron también muchas esperanzas. El mantra del cambio de año es un placebo de pasquín de autoayuda, un tongo de curanderos de la psicología que se ha abrasado en el hiperreali­smo de un geriátrico cualquiera mientras el frío apuñala los cristales escarchado­s de la generación que nos salvó de un incendio mucho más difícil de apagar, el subdesarro­llo.

Los antojos del azar son insoportab­les. Ahora los hijos de aquellos que se forjaron a martillazo­s con el único objetivo de que no tuviéramos que pasar nunca lo que ellos pasaron, hemos abusado de las alas que nos cosieron. Quizás eso es lo único en lo que se han equivocado. Se han preocupado tanto de nosotros y tan poco de sí mismos que nos han hecho creer que valemos más. Pero en cada una de las arrugas de quienes nos amamantaro­n hay más sabiduría que en todas las orlas de nuestras paredes, que están ahí colgadas de su alcayata, de su sacrificio. Y ahora que ya han conseguido la serenidad, la fatalidad les echa un mal de ojo soslayado por la naturalida­d con que lo asumimos. Le he cogido asco a la expresión «es ley de vida». ¿Ley de vida que la pandemia los sepulte sin exequias? ¿Ley de vida que la muerte sea más leve que la soledad? ¿Ley de vida apagarse con fuego?

No sé si llegaré tarde al infierno de mis sombras, pero en este suplicio los Reyes me han dejado el mejor regalo que recuerdo▶ la mano que me lavaba la cara de niño, la que me cogía fuerte cuando yo aprendía a andar y que ahora me toca a mí agarrar hasta que las cenizas sean inevitable­s. Dad gracias a Dios si aún podéis apretar las manos de vuestros Reyes.

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