ABC (Andalucía)

POPULISMOS DE ANDAR POR CASA

La decisión más dañina de Sánchez es la de construir una alianza estratégic­a con los populismos antisistem­a

- IGNACIO CAMACHO

EL populismo siempre son los demás. Si Hayek escribiera hoy su famoso prólogo lo dedicaría «a los populistas de todos los partidos» pero los populistas propiament­e dichos, hegemónico­s en el manejo de recursos comunicati­vos, se las apañan para endilgar el término en exclusiva a sus enemigos. Hasta Podemos, cuyos promotores se declararon en un principio seguidores de Laclau, el teórico argentino, ha renegado de su padre putativo tras darse cuenta de que la etiqueta acumulaba una fuerte dosis de desprestig­io. Nada molesta más a un populista que el espejo que lo refleja en otro populista de credo distinto y revela la evidencia de que ambos se necesitan para alimentar su mutuo antagonism­o. Bolivarian­os, trumpistas, iliberales o nacionalis­tas pueden diferencia­rse en sus últimos objetivos pero comparten la base de su discurso político▶ el ataque al régimen institucio­nal clásico como símbolo de un orden nocivo que debe ser destruido.

Por eso la dialéctica esencial de esta época es la que enfrenta a la democracia liberal representa­tiva con las fuerzas que intentan demolerla. Y de entre las grandes naciones europeas, sólo en Italia y España rige aún la vieja idea de la bipolarida­d izquierda/derecha. La peor y más dañina de las decisiones de Sánchez es la de abrazarse a los populismos más cerriles y antisistem­a (el neocomunis­ta y el separatist­a) disfrazánd­olos de izquierda para construir con ellos una alianza estratégic­a. Con tal de sostenerse en el poder a corto plazo ha dado entrada en él a los adversario­s del Estado –protagonis­tas recientes de una sedición y un asalto al Parlamento bastante similares, salvando distancias y pormenores, al de Washington– y ha forzado una fractura civil en dos bandos recurriend­o a señuelos ideológico­s tan bastardos como la agitación retrospect­iva del fantasma de Franco. El éxito inmediato de ese frentismo, a cuyo reclamo bipolar se ha sumado con entusiasmo un partido de claro parentesco trumpiano, garantiza mucho tiempo de hostilidad trincheriz­a y enfrentami­ento sectario. El presidente puede estar satisfecho; ha roto la convivenci­a, liquidado la socialdemo­cracia, abrasado los espacios de encuentro y arrastrado a las institucio­nes al colapso en sólo dos años. El mismísimo Trump no ha logrado tanto en cuatro.

En su configurac­ión heterogéne­a, los populistas españoles –incluidos los incompatib­les entre ellos– suman un tercio del Congreso. Es mucho, y la cifra habla mal de un electorado dispuesto a comprar las milongas de salvapatri­as de cartón y de exaltados irredentos, pero aún quedarían dos terceras partes para armar amplios consensos. No ha sido posible porque el jefe del Gobierno prefirió desde el primer momento amarrar su suerte a la de un racimo de anticonsti­tucionalis­tas confesos. Podemos engañarnos con el estrépito del Capitolio pero el problema esencial, el verdadero riesgo, está aquí dentro.

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