NIEVES DE ANTAÑO
Pocas cosas más agradables que escribir esta columna mientras los copos de nieve revolotean y golpean mi ventana
HACE seis siglos, el poeta francés François Villon ya se preguntaba dónde estaban las nieves de antaño, evocando el imparable transcurso del tiempo que nos condena a todos inevitablemente al olvido. Afortunadamente, aquellas nieves de nuestra infancia han vuelto este fin de semana en el que Madrid parece un paisaje del Ártico.
Una amiga nos ha enviado una foto en la que se ve a unas personas esquiando en la calle de O’Donnell, cerca del Retiro, una imagen a la que no hubiéramos dado crédito hace 48 horas.
Pocas cosas más agradables que escribir esta columna mientras los copos de nieve revolotean y golpean mi ventana mientras escucho «Motezuma», una maravillosa ópera de Vivaldi, que se había perdido y cuya partitura fue hallada por casualidad en una biblioteca de Berlín en 2002.
El libreto de «Motezuma», estrenada en 1733 en Venecia, está sacado de la historia de México escrita por Antonio Solís y Rivadeneyra, que narra el cautiverio del emperador azteca tras ser hecho prisionero por Hernán Cortés. Una mezcla de epopeya y tragedia a la que pone música un inspirado Vivaldi que parece tocado por las musas.
La emoción que me produce esta ópera no es muy distinta del placer de disfrutar de la caída de la nieve. Y ello, aunque es imposible de expresar con palabras, porque hace emerger de mi interior sensaciones similares a las que evoca Villon en su poema, que es un monumento a la nostalgia y al tiempo perdido.
La música es percibida por una zona del cerebro distinta a la del raciocinio y el juicio. Eso explica que haya personas muy inteligentes que son incapaces de conmoverse con Monteverdi, Mozart o Vivaldi. Y la nieve es una percepción visual que asociamos a la pureza, a la infancia y, según algunos psicoanalistas, a la muerte.
Yo asocio ambas a mi experiencia cuando tenía siete u ocho años en Miranda de Ebro y salía de casa en plena nevada, con mis botas de goma y mi pasamontañas, para ir a la escuela parroquial. Aterido de frío, me sentaba en un banco de la iglesia de San Nicolás mientras sonaban las notas de una tocata de Bach.
Los niños de la escuela salíamos en el recreo a pelearnos con los de otro centro de cuyo patio nos separaba un muro en ruinas. Nos arrojábamos bolas de nieve y ganaba quien lograba subirse a lo alto de la tapia.
La escuela cerró hace décadas, el maestro murió tras jubilarse y el patio de carbonilla donde jugábamos al fútbol y el muro junto a la vía del ferrocarril fueron demolidos para construir. Los trenes ya no circulan por allí. Los chalés colindantes también fueron derribados. Ya no queda nada. Sólo la nieve cayendo mansamente y en silencio parece guardar la memoria de unos días que no volverán como apuntan los versos de Apollinaire grabados en el Pont Mirabeau▶ «Los días se alejan y aquí me dejan. Pero nunca vuelven los tiempos que pasaron ni el amor ni la pena». Nunca.