ABC (Andalucía)

El último tren de Biden desde Wilmington a Washington

Toda la vida fue a la capital en el Regional 87, hoy no lo hace por el Covid y las amenazas que penden sobre el Capitolio

- JAVIER ANSORENA ENVIADO ESPECIAL A WASHINGTON

Joe Biden quería estar hoy en una de las butacas mullidas del Regional del Noroeste número 87, que lanza un chirrido desconsola­do cuando sale de Wilmington (Delaware). Mañana jurará en Washington el cargo de presidente de EE.UU., el final de un periplo que cumple un sueño de adolescent­e, conseguido en la tercera intentona y en el ocaso de su vida pública. Hoy quería montarse en el tren, pieza central en su idiosincra­sia política. Pero el 87 sale sin Biden. No hay un ejército de seguridad en el andén, ni fogonazos de fotógrafos, ni saludos sentidos a pasajeros, ni la cabellera blanca del próximo arrendatar­io de la Casa Blanca.

En un mundo sin pandemia, el presidente electo hubiera caminado unos pocos cientos de metros desde The Queen, el teatro de Wilmington que ha convertido en su centro de operacione­s desde su victoria electoral, hasta la estación de tren, que lleva su nombre completo▶ Joseph R. Biden Jr. Desde allí, un último traqueteo triunfal hasta Washington. Poco después de ganar las elecciones a Donald Trump, el equipo de Biden deslizó que utilizaría el tren para este desplazami­ento antes de ser tocado como presidente. El asalto al Capitolio del pasado 6 de junio, el final tragicómic­o de la presidenci­a de Trump, tumbó esos planes. Las cautelas son ahora máximas. Washington está tomado por decenas de miles de efectivos de la Guardia Nacional y de la Policía. El trayecto en tren sería un riesgo innecesari­o.

Ambición y confianza

Nadie tiene que contar a Biden lo que se ve desde el Regional del Noreste. Ha cubierto los 170 kilómetros entre Wilmington y Washington miles de veces. Los raíles y las tablas de este corredor ferroviari­o son la columna vertebral de su carrera política. En la salida, la última luz de la tarde tuesta el ladrillo rojo de los edificios industrial­es de Wilmington y deja espacio a los luminosos de entidades financiera­s, una de las principale­s industrias de Delaware. No tenían tanto peso cuando Biden comenzó su carrera política. Después de un paso corto por la política local, con solo 29 años, se lanzó a por uno de los dos escaños de senador del estado. Con la ambición y la confianza de quienes triunfan en política, él no se veía tratando disputas sobre regulación de suelo público o gestión de aguas, sino «negociando grandes tratados internacio­nales».

Se pateó el estado de punta a rabo, desplegó su sonrisa y su buena presencia, y, contra todo pronóstico, ganó aquella elección. El éxito llegó casi a la vez que la tragedia que marcó su vida. Poco después de la victoria electoral, su mujer y su hija fallecían en un accidente de tráfico. En el coche también iban sus otros dos hijos, Beau y Hunter, que resultaron heridos. Biden se convirtió en un senador en luto, en el viudo de América. El drama humano le conectó con el país. Sus credencial­es eran de tipo normal, de clase media, criado en Scranton, una ciudad minera de Pensilvani­a, desligado de las estirpes políticas y empresaria­les que llenan Washington. «Uno de los nuestros». La tragedia le emparentó todavía más con el estadounid­ense medio y el tren cimentó esa conexión.

Con sus hijos huérfanos de madre en Wilmington, el senador Biden convirtió el ferrocarri­l en su cordón umbilical con su familia y con la América real. Fue y vino entre Wilmington

no cualquiera. El tren para en pequeñas estaciones de ladrillo rojo, donde no baja ni sube nadie. Los pueblos pintan su nombre con orgullo en tanques de agua enormes, la mayor elevación en llanuras de árboles pelados, juncos amarillent­os y solares plagados con coches destartala­dos.

Un símbolo

El tren es en sí mismo símbolo de una América desapareci­da. Fue el motor industrial del país en su explosión económica. Las vías por las que va este tren fueron en su día parte de Pennsylvan­ia Railroad (PRR), la mayor compañía del mundo a finales del siglo XIX.

Biden y su familia se mudaron a Delaware cuando él tenía once años. Vivieron en Claymont, un pueblo sobre la vía del PRR. De niño, ya estaba en declive. Poco antes de que Biden se convirtier­a en senador, se declaró

País dividido Biden tendrá que lidiar con un país dividido y azotado por la crisis económica y sanitaria

en bancarrota y acabó rescatada dentro de Amtrak, un consorcio público de transporte para salvar la infraestru­ctura ferroviari­a del país, desplazada por los coches, camiones y autopistas.

Su apuesta por el tren convirtió a Biden en «Amtrak Joe», otro de sus motes. En 1988, la primera ocasión que se presentó a la presidenci­a de EE.UU., escenificó el anuncio en un vagón del tren. Su segunda aventura presidenci­al, en 2008, la descarriló Barack Obama. Pero la sensación del partido demócrata en lo que va de siglo XXI le eligió como vicepresid­ente. Ambos se subieron a un tren en 2009 en «tour» triunfal de su victoria.

En la última campaña electoral, tocado con la mascarilla de la pandemia, el presidente electo también hizo campaña en los listones plateados y azules de los trenes de Amtrak. Es una forma de aferrarse a la clase media trabajador­a en medio del declive industrial. Ese proceso lo entendió mucho mejor otra persona▶ Donald Trump. El todavía presidente de EE.UU. se propulsó en el descontent­o de esa América blanca en los márgenes de vías y fábricas abandonada­s, a la que sedujo su mensaje populista. La elección de Trump fue el grito desesperad­o de gente que cada vez vive peor y se siente más despegada de las elites económicas y políticas.

Esos estadounid­enses siguen ahí, en los lotes de casas tráiler desportill­adas, con el jardín convertido en un desguace, que se ven desde la ventana del Regional del Noreste. Con el país en crisis económica, sanitaria y política, a pocos de ellos les importará si Biden llega hoy a Washington en tren o en coche de lujo. El último viaje de Biden es solo el comienzo de una presidenci­a incierta en un país dividido.

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