Lo que no debemos imitar
Se cumple ahora un año desde que las autoridades chinas reconocieran el primer muerto por Covid en la ciudad de Wuhan. Han tenido que transcurrir doce dolorosos meses en todo el planeta para que el régimen de Pekín haya recibido, por fin, a un grupo de expertos de la OMS para investigar el origen de la pandemia. Tampoco puede decirse que la OMS haya presionado con dureza; en medio de oscilaciones y contradicciones ha echado un capote al régimen chino cuando arreciaban las críticas desde Occidente. En todo caso, los expertos no lo van a tener fácil después de tanto tiempo, más aún porque las autoridades chinas se han empleado a fondo en silenciar cualquier voz crítica sobre la gestión de la pandemia, especialmente en aquellos primeros días en los que se castigó con el ostracismo e incluso la cárcel a quienes osaron dar la voz de alarma. Desde hace meses el régimen comunista difunde la versión de que el Covid no surgió en su suelo, al tiempo que presume de haber doblegado al virus y recuperado su economía con un vigor que resulta llamativo. Y aunque parezca increíble, el método chino basado en el control social y la represión suscita atractivo en nuestras sociedades, fatigadas por la lucha contra la pandemia y enredadas en discordias suicidas. El pueblo chino posee cualidades admirables, pero su régimen no puede plantearse como ideal de nada, tampoco de la lucha contra la pandemia. Lo curioso es que en lugar de volver a los fundamentos que hacen posible la democracia, algunos prefieran oír cantos de sirena en mandarín.
Se abre el telón y se ve a la señora Francisca que cambia una bombilla y recibe una descarga eléctrica. ¿Cómo se llama la película?... «El amperio contra Paca». Se abre el telón y se ve a un chino tocando el arpa. ¿Cómo se llama el actor?... Arpa-chino. Los hay a cientos, a miles, y algunos realmente de difícil digestión para adultos, pero que hacían resonar las voces y las risas de la chiquillería en las últimas filas de la platea de las grandes salas de cine antes –y tantas veces, durante– de que empezara la sesión. Pero esto ya es una foto en sepia, una imagen que solo existe en el álbum de la memoria o en algunas películas como «Cinema Paradiso», en la que el niño Salvatore veía aquel haz de luz del proyector (polvo de estrellas) dibujando sueños en la pantalla.
Ya no hay salas como aquellas, ni haz de luz, ni bromas, ni grandes pantallas, pero sí existe en el idilio de pequeños y mayores con el cine aquella misma mirada y mismo sueño. La ecuación infalible entre las variables «ir al cine», «ver películas» y «hablar y alborotarse con ellas» se ha diluido con el tiempo y las circunstancias, con los avances tecnológicos, las infinitas posibilidades domésticas de acceso a las películas y, en los últimos tiempos, por las recomendaciones sanitarias a salir de casa lo menos posible.
A pesar de la facilidad y energía con la que el arte del Cine se ha colado en nuestras vidas, de la brillantez con la que nos ha contado nuestra historia y ha sido testigo y narrador de nuestro presente y futuro, y de la extraordinaria madurez que ha conseguido su lenguaje (¡a cuántos sentimientos y emociones le han puesto nombre las películas!), pues sí, a pesar de eso, el Cine es un arte al que suele adherirse la palabra Crisis como un prefijo. La Crisis del Cine se ha convertido en un vocablo. Naturalmente, no hay ni muchos indicios de crisis en el Cine como arte, como lenguaje, como compañía probablemente ya eterna para la conexión entre los ojos, los anhelos y el corazón del ser humano.
Crisis eterna
Esa crisis eterna que se le atribuye al cine, y que en los últimos tiempos se ha puesto especialmente de puntillas, se refiere a su condición de industria, afecta a los negocios a su alrededor, y se motiva en parte por la «creatividad» de su multimillonaria audiencia, que se mueve y bailotea a la luz de su hoguera con la anarquía de una tribu de pega en una mala película de Tarzán. En realidad, nada relevante para la esencia del Cine, que al crearse creó también su imperecedero alimento▶ la cinefilia. Y aquí está el quid de la cuestión, pues el cinéfilo ha recorrido un trayecto tan grande y cambiante como el propio arte cinematográfico. A las preguntas de quién, cuánto y dónde consume películas, las respuestas son todos, mucho y en cualquier sitio.
En su siglo largo de vida (se acaban de cumplir sus ciento veinticinco años desde su nacimiento), el cine y el cinéfilo se han ido amoldando al desarrollo tecnológico y a los grandes avances sociales, y han cambiado sus tamaños, formas, contenidos y rituales. La televisión, el vídeo doméstico y, especialmente, la entrada en tromba de internet y conceptos como el «streaming» o el servicio bajo demanda, nos
de un lenguaje propio, además de por crear un universo lleno de estrellas que irradiaban un efecto hipnótico que seducía a millones de espectadores…, ofrecían aquello que Garci ha definido en varias ocasiones como «una vida de repuesto». Una luz y una fascinación que aún nos deslumbra a pesar de que muchas de aquellas estrellas hace tiempo que desaparecieron. La «inmortalidad» de las estrellas del cine es el talón en blanco y firmado por la cinefilia.
El albergue y el amparo del cinéfilo fueron los cineclubs, que nacieron pronto, en la segunda década del pasado siglo, y el primero en España, dirigido por Ernesto Giménez Caballero y Luis Buñuel, en 1928. La necesidad de ver y de hablar de las películas, la mitología que creó Hollywood, el carácter casi divino de sus actores y, más tarde, de la personalidad de sus directores, la aparición de analistas, historiadores, críticos, de las vanguardias, de la Nouvelle Vague… en fin, que lo que nació como un novedoso y extraordinario espectáculo se ha convertido en cultura cinematográfica. Una cultura vasta, dispar, inmensa, que igual nos ha enseñado a mirar el mundo con ojos críticos que a apoyarnos en las barras de los bares y pedir un trago.
Ir o no ir al cine
La cuestión es, y puesto que el cine es imperecedero, saber qué quedará de él en los próximos años, qué quedará de su esencia y de aquel ejercicio saludable de «ir al cine». Aunque se llevaba ya algún tiempo observando la lenta agonía de las salas grandes y pequeñas (o de ese sector crucial en su historia que es el de la exhibición tradicional), estos larguísimos meses de pandemia y de clausura han recrudecido y afinado una sensación peligrosa para ellas, pues su gran público, su tozudo cinéfilo de sala, ha tenido tiempo de afianzarse en la discutible idea de que «ir al cine» no es imprescindible para ver películas. ¿Lo es, no lo es?..., probablemente, la respuesta a esta pregunta será, al menos por algún tiempo, la indumentaria que distinga a las dos subespecies de cinéfilo fetén, más que las gafas de pasta, el periódico en el sobaquillo o una conversación sobre McLuhan en la cola de un cine detrás de Woody Allen.
El paisaje que encontremos cuando esto acabe será sin duda desolador en cuanto al número de salas de cine en nuestro horizonte cercano, pues muchas de ellas han sucumbido o están en la UCI a la espera de los ventiladores de la reapertura y la normalización. Pero, y puesto que el Cine como arte y medio de expresión no corre el menor peligro (la fortaleza de las plataformas produce, incluso, cierto desasosiego), quisiéramos apuntar aquí tres o cuatro detalles por los que el cinéfilo, el amante de las películas y el ciudadano que aún recuerde aquel viejo placer, casi un lujo, de echar la tarde en un cine, revitalicen esa idea que es el revés de un refrán y que sugiere que «como fuera de casa no se está en ningún sitio».
A casa nos llegan, en efecto, todas y cualquier película, pero muchas de ellas son otra película distinta que la del cine, y quien viera, por ejemplo «Roma», de Alejandro González Iñárritu, en una buena sala y en su plataforma doméstica, pudo notar que su efecto embriagador las hacía completamente distintas. Ese