ABC (Andalucía)

NUESTRAS CUNETAS

- POR IÑAKI EZKERRA IÑAKI EZKERRA ES ESCRITOR

«Esta tragedia nos implica más de lo que les gustaría a nuestros gobernante­s y a nosotros mismos. A los muertos que aún puedan quedar en las cunetas de la Guerra Civil no les hemos conocido, pero a los que se han quedado en las cunetas del Covid-19 y de la negligenci­a, sí los conocíamos.

Muchos de ellos eran o pudieron ser nuestros padres y nuestros abuelos»

ERAN la generación de la guerra y la posguerra. Eran los que vivieron la infancia, la adolescenc­ia o la juventud en los momentos más difíciles de la historia de este país; los hijos de aquella larga resaca de la locura, la delación y la sangre; los que se quedaron huérfanos o empobrecid­os o desarraiga­dos por las tragedias que vivieron sus familias en la contienda; los que empezaron a trabajar con catorce años y donde podían hacerlo, sin derechos de ninguna clase. Eran los españoles de las cartillas de racionamie­nto; los que madrugaron y se movieron en una realidad sórdida de isocarros renqueante­s y trenes con plazas reservadas para caballeros mutilados; los que luego fueron viendo, en los siguientes años, mejorar, levantarse poco a poco, día tras día, una nación devastada; los que levantaron España de sus ruinas sin permitirse el odio ni hablar de política ni echar la culpa a nadie de su suerte. Y les hemos dejado morir solos. Solos de un modo atroz que parece impensable aún, tan impensable que no hemos sido todavía capaces de asumirlo. No sé si es que va en ello nuestro orgullo o una ataraxia ambiental que cuidamos como un preciado valor. Pero en ese desdichado, colapsado, insólito, inolvidabl­e 2020 que se ha ido y en el que nos visitó un raro virus, hemos dejado a esos mayores nuestros que se fueran de esta vida de un modo que no se merecían; que no se merece nadie, pero menos ellos.

Creo que después de los meses transcurri­dos de esa hecatombe que no ha concluido aún; después de todas esas muertes de las que no tenemos ni siquiera el número y que se confunden con las de los demás contagiado­s, que ya pueden rondar la cifra oficialmen­te negada de 70.000; después de esta inconmensu­rable tragedia nacional, en fin, no podemos seguir enzarzados en ese desabrido debate sobre la Guerra Civil que ya dura demasiado. Se supone que el hombre que llora por el antepasado al que le dieron el paseíllo o le enterraron en una fosa común en aquella guerra que acabó en 1939 es un ser sensible, tanto que sufre por algo que sucedió cuando aún no había nacido. Se supone que quien tiene la sensibilid­ad de llorar por algo que pasó hace más de ocho décadas es también capaz de llorar por lo que ocurre en su propio tiempo y de solidariza­rse con todos los españoles a los que no se les ha permitido ver un cadáver ni verificar que esas cenizas que les han entregado en unas urnas fueran realmente las de los suyos. Y es que no hubo quien les diera una prueba identifica­toria. El ADN no ha existido para esos muertos. ¿Qué necesidad había de agolpar sus féretros en pabellones pensados para el ocio, ni de ocultar las imágenes del dolor? Nadie ha explicado eso. ¿Por qué acatamos esa censura?

No. No cuadran tanta inquietud por identifica­r al bisabuelo en las cunetas de la guerra y tan poca inquietud por verificar que esas urnas que hoy se entregaban a los hijos eran las de sus padres. Hay algo que no encaja en esa celosa memoria del pasado y esa amnesia del presente. Aunque algunos no se den por aludidos y sigan pegados a la extemporán­ea matraca de la contienda del 36, esos muertos de la primavera negra de 2020 son «nuestras cunetas». Lo son esas filas de ataúdes del Palacio de Hielo o de una nave improvisad­a de esa futura Ciudad de la Justicia, que con ese nombre parece dudar entre el sarcasmo y la metáfora. Son «nuestras cunetas», sí, que el presente nos arroja a la cara y de las que debemos dar algún acuse de recibo que aún no hemos dado, ese digno duelo colectivo que todavía está pendiente; un réquiem por esas cunetas que no son de hace ocho décadas sino de nuestros días, las de los compatriot­as de avanzada edad a los que hemos dejado morir, no en paseíllos nocturnos ni en tapias ominosas, pero sí aislados tras las mamparas de las UCIs, intubados y alineados en los pasillos de los macro-hospitales, atendidos por desconocid­os con las caras cubiertas. Hemos dejado que se murieran sin poder ver ni oír a sus nietos, a su hijos, a sus yernos y sus nueras; a los seres por los que se sacrificar­on, que constituía­n su ilusión y que les daban las ganas de vivir. Les hemos dejado irse sin poder despedirse de ellos, ni besarlos ni sentir sus manos en sus manos.

La cuestión es especialme­nte demoledora por la actitud de entrega que marcó sus vidas. Cada vez que esos hijos que hoy no han podido verles hacían un viaje a Tailandia o a Singapur, estaban pendientes de que el avión los llevara a sus destinos sanos y salvos porque ellos no pertenecía­n a una generación acostumbra­da a viajar a esos países; porque su generación y su época no tuvieron esos viajes al alcance de la mano. Temían siempre que les pasara algo a los suyos; se ponían pesados con que los llamaran cuando hubieran aterrizado porque el amor es eso, temer que a quienes quieres les pase algo malo; temer que ese avión siniestrad­o que se ha estrellado en el Amazonas sea el de tus hijos o tus nietos. Querer es temer. Y a esas personas que temían tanto por los suyos les ha pasado lo peor que podía pasarles▶ morir entre extraños cuando no extraviars­e en féretros sin identifica­ción camino del crematorio. Lo siento, pero seguir hablando de las cunetas de una guerra de hace ochenta años, teniendo delante estas otras cunetas de nuestra paz, es una ironía dolorosa, una impostura de una obscenidad hiriente.

La cuestión es particular­mente sangrante porque mucho de lo que ha pasado pudimos evitarlo. Pudimos votar a otros seres algo más cabales y previsores, que no nos lanzaran a la calle sin protección en aquellas fechas críticas y en nombre de una propaganda que sólo les venía bien a ellos; a otros sujetos que supieran hacer algo más que hablar del pasado lejano como si lo hubieran vivido y otra cosa que no fuera enseñar a la juventud a hacer y decir lo mismo que ellos; a ignorar, como ellos, el presente y a saltarse las normas básicas del confinamie­nto para esparcir la muerte entre sus mayores. Esta tragedia nos implica más de lo que les gustaría a nuestros gobernante­s y a nosotros mismos. A los muertos que aún puedan quedar en las cunetas de la Guerra Civil no les hemos conocido, pero a los que se han quedado en las cunetas del Covid-19 y de la negligenci­a, sí los conocíamos. Muchos de ellos eran o pudieron ser nuestros padres y nuestros abuelos.

No. No era la generación que luchó en la guerra ni la del exilio. Era la que se quedó en España y construyó su clase media; el muchacho al que enviaron con unos abuelos o unos tíos para aligerar en su hogar la carga económica; el que era aleccionad­o antes de salir de casa para que no hablara de la guerra con nadie; la hija que con quince años cuidó a su padre cuando salió de la cárcel enfermo de tifus corriendo el riesgo de contagiars­e para, al cabo de unas semanas, verlo morir... Eran, sí, la generación que después de haberse curtido en la escasez y el desamparo, temía por sus hijos y sus nietos. Llamaba la atención que después de lo que habían pasado, tuvieran tanta obsesión con cuidarnos. No querían que nos metiéramos en política y tuvieron que soportar nuestro reproche por no haberse metido en política ellos. Recuerdo que a mis padres les mortifiqué con un verso de Jaime Gil de Biedma que llamaba a su hazaña desarrolli­sta «la sórdida prosperida­d española». Uno les arrojó a la cara ese verso que hoy, en la España arruinada, vuelve a mi memoria como un boomerang y se me atraganta como una espina. Ojalá en los meses y años que nos esperan no tengamos que sentir nostalgia por aquella «sórdida prosperida­d».

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NIETO

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