ABC (Andalucía)

EL FILÓSOFO DEL JAZZ

Es difícil encontrar un virtuosism­o en el jazz como el de Desmond

- PEDRO GARCÍA CUARTANGO

NO había escuchado jamás a Paul Desmond hasta que lo descubrí en una canción de Michael Franks a mediados de los años 80. Cuenta la historia de un hombre que se enamora de una mujer japonesa en Tokio en una noche lluviosa de septiembre. Mientras beben sake lentamente y las velas brillan en la oscuridad, se besan mientras suena Desmond en el tocadiscos.

Me costó mucho encontrar sus grabacione­s, pero finalmente tuve la suerte de hallar varios casettes en una tienda de la calle Hospital de Barcelona en la que vendían discos de jazz. Me quedé fascinado al escuchar el sonido de su saxo, totalmente distinto al de otros músicos como Coltrane o Parker.

Tocaba con una suavidad extraordin­aria, sin apenas vibrato. Sus notas fluían como la corriente de un río. «Quiero que suenen como un Martini seco», le dijo a un crítico. Había fallecido en Nueva York en 1977 a los 52 años de un cáncer de pulmón, consecuenc­ia de su hábito de fumador empedernid­o. Cuando el médico le comunicó que se estaba muriendo, respondió▶ «Me alegro de que mi hígado funcione perfectame­nte».

Desmond no sólo era adicto al whisky Dewars y los cigarrillo­s Pall Mall. Había tomado todo tipo de drogas y había sufrido la adicción al LSD. En los últimos años de su vida, tocaba con mucho esfuerzo gracias a la ingestión de estimulant­es. Un año antes de morir había grabado con Chet Baker «You Can’t Go Home Again», que es para mí uno de los tres mejores discos de la historia del jazz.

A Desmond se le conoce hoy sobre todo por sus interpreta­ciones en el cuarteto de Dave Brubeck, con el que colaboró 16 años. Tenían una relación de amor y odio que suele ser una de las más estables. Cuando eran jóvenes, Desmond había contratado a Brubeck, pero le despidió. Luego sucedió al revés. El hijo del pianista siempre creyó que Paul era su tío. Se burlaba de su colega por la afición a la comida sana y su disciplina espartana.

Su vida privada era un absoluto desastre. Nunca tuvo una relación estable ni dejó familia. Todos sus bienes fueron legados a la Cruz Roja. Era un mujeriego, habitual en las fiestas de Manhattan. Cuando le invitaban, decía irónicamen­te que prefería quedarse en casa, leyendo la Encicloped­ia Británica.

«Yo ya había pasado de moda antes de que nadie me conociera», dijo en una entrevista. Pero no era cierto. Es difícil encontrar un virtuosism­o en el jazz como el de Desmond, análogo al talento del pianista Bill Evans, también adicto a los paraísos artificial­es. Evans murió en 1980 con 51 años, uno menos que el saxofonist­a.

Los dos, estudiosos de la música clásica, habían intentado elevar al jazz a una perfección formal rayana en lo sublime. Y lo lograron. Pero, a su modo, Desmond hizo también de su vida una obra de arte que se transmitía cuando su saxo alto sonaba en aquella noche lluviosa de Tokio.

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