No hay vacuna
Corre por ahí la especie de que, normalmente, quien se convierte al separatismo nunca deja de serlo. Es tan grande la zancada que se da que en la mayoría de los casos el camino no tiene fácil retorno. Algún renegado queda, pero son legión los que no se mueven de ahí. Nada ayuda, como es el caso, que los constitucionalistas no hayan prestado el suficiente interés en volver a captar la adhesión en el colectivo «indepe», de tal forma que casi toda la tarea desarrollada por los partidos contrarios a la secesión se terminaba en el esfuerzo declarativo. Menos aún han ayudado, en los últimos tiempos, ideas como la de la mesa de negociación abierta por Sánchez para arreglar el problema, o intentar dorarles la píldora hablando de indultos o de reformas del Código Penal que vengan a ‘legalizar’ la sedición. Lejos de conseguir que mengüe el movimiento, lo único que se logra, visto está, es cebar el ánimo de los separatistas, que al grito de «ya van viniendo, ya van viniendo» se limitan a esperar sentados la última ocurrencia ‘de Madrit’ para seguir, erre que erre, dorándoles la píldora. Lo intentó Sáenz de Santamaría con la ‘operación Cataluña’, con el resultado conocido el 1-O. Y con mucha más profusión incluso, amagando con entregarles la llave de la parcela, lo ha llevado a cabo Sánchez últimamente.
Para oscurecer algo más este crepúsculo, tan gigantesca abstención ha jugado claramente en contra de la opción constitucionalista, que temía más el contagio que a ese contumaz martillo pilón del separatismo. Ellos nunca van a parar porque han hecho de ese objetivo el centro de su existencia, con ese romanticismo bobalicón de quien se enamora de su ruina. No hay vacuna para el separatismo, más aún si en vez de inyectarle el antídoto lo que se hace es meterle vitaminas.
principal, donde están las salas para las conferencias de prensa, las recepciones diplomáticas y las cenas de gala. Lo que desde afuera parece un edificio de dos plantas en realidad contiene seis alturas. Abajo, en el subsuelo, hay otros tres pisos con salas que se emplean como museo, y las tripas y maquinaria del edificio, con las calderas, los talleres y hasta una bolera. Arriba, están las dos plantas en las que reside la familia presidencial▶ la residencia privada y el ático. Son esas dos plantas superiores las que ocupan el presidente y su familia mientras ejerce el cargo. Cada inquilino las decora y distribuye a su gusto.
Un gran cambio ocurrido ahora, por ejemplo, es que el presidente y su mujer vuelven a dormir en la misma cama, algo que no era costumbre en los años de Trump, que mantenían suites separadas.
Lo cierto es que lo de dormir juntos es algo relativamente nuevo. Según varios biógrafos presidenciales, fueron los Carter los primeros en compartir habitación y colchón en la historia moderna. Mantuvieron la costumbre todos los demás hasta que Bill Clinton engañó a su mujer con la becaria Monica Lewinsky, y Hillary mandó al presidente a dormir al sofá durante al menos cuatro meses en 1998. Andersen Brower fue quien reveló este monumental enfado, y asegura que, tras hablar bajo condición de anonimato con varios empleados de la residencia, «las mujeres del servicio pensaban que estaba recibiendo su merecido». Es más, un día Clinton apareció en sus oficinas, en el Ala Oeste (que es un anexo) con un moratón en la ceja. Y aunque él dijo que se dio con una puerta, varios empleados de la residencia confesaron años después a Brower que están convencidos de que su mujer le golpeó con un libro.
FILIAS Y FOBIAS. Los empleados de la Casa Blanca se encargan de todo lo que tiene que ver con la vida privada del presidente. Limpian, lavan y cocinan. Hacen recados. Acompañan a su inquilino principal hasta el Despacho Oval cada mañana, y le recogen cuando acaba su jornada. Los ujieres están ya de guardia antes de que el presidente amanezca, y, tomando turnos, no se van hasta que se ha dormido. Con Biden es relativamente fácil, pues el presidente no es madrugador y no suele quedarse en su oficina, el Despacho Oval, hasta muy tarde. Trump (que le puso a Biden el apodo de ‘dormilón’) era más impredecible, y solía madrugar y acostarse tarde, pero no para trabajar sino para darle al Twitter. De los presidentes más difíciles en cuanto a horarios, los empleados recuerdan a Lyndon Johnson, que se levantaba antes de que saliera el sol y trabajaba hasta ya entrada la madrugada.
Aunque nunca se permiten una indiscreción, los historiadores han podido reconstruir cuán populares han sido los presidentes entre el personal que les ha atendido durante su paso por la Casa Blanca. Sin duda, la estrella, hasta hoy, es George Bush padre, fallecido en 2018. Es, según Anderson Bower, el inquilino más querido por su campechanía y sencillez. Así se lo confió a Andersen Brower en una insólita entrevista James Jeffries, quien junto con su hijo ha sido mayordomo a tiempo parcial en
Día de la mudanza Ese día el personal de la Casa Blanca tiene exactamente 12 horas para sacar los muebles del presidente saliente e instalar los enseres del entrante -este año algo más por el protocolo de desinfección anticovid-.