Presidió el Comité Olímpico Español entre 2002 y 2005
El maldito virus se ha cobrado la vida de un gran señor que pasó por la vida dejando el sello de una elegancia envidiable, de un gran señorío, y el legado de una trayectoria profesional que acreditó su fondo de gestor vocacional, en campos tan diversos como la banca, en el BBV, en Adeslas y en la presidencia de otras empresas, como Chicco y la Fundación Adecco, desarrollando su labor social y solidaria. Pero José Mari, como tantos amigos le llamaron coloquialmente, tuvo aficiones tan sanas como los toros; no en balde su padre fue un ganadero de referencia en los años cincuenta y sesenta, que criaba sus reses en un escenario de leyenda como la finca San Pelayo, en Coreses, no lejos de Zamora, ciudad a la que se sintió siempre muy vinculado, formando parte de la Orden de los Cubicularios allí ubicada. De su familia heredó la ilustre condición de aficionado, que mantuvo toda su vida, con amistades como Luis Miguel Dominguín y Antonio Ordóñez, por sus artículos en ‘Diario 16’ y por su constante presencia en las plazas cada temporada.
El señorío del que hago referencia se manifestó en muchas facetas de su vida y en su cotidiano quehacer, porque José María Echevarría, marqués de Villagodio, sintió la debilidad por el deporte que le llevó a ocupar distintas responsabilidades en el Comité Olímpico Español, (COE), hasta su presidencia, que ostentó durante varios años al suceder a su gran amigo Alfredo Goyeneche. Como presidente del deporte español, lució con orgullo en el pecho de su chaqueta azul el escudo de nuestra querida España, y en su corbata, los colores de nuestra bandera en varias citas olímpicas, que coincidieron con algunos de los emotivos y brillantes momentos de nuestro olimpismo.
Ahora le dan la bienvenida en el compartido cielo amigos tan entrañables de su vida como Ignacio y Félix Aguirre, Emilio Ybarra, el pintor Eduardo Arroyo, Paddy Gómez-Acebo, Juan Tomás de Salas, Ramón Aguirrebengoa, Ramón de Icaza, Íñigo Oriol, Txomín Hormaeche y los hermanos Javier e Ignacio Aranduy, entre otros muchos.
De su sentido de la amistad podría ofrecer cientos de ejemplos; de su elegancia, y discreción, otros tantas hojas. Fue un buen jefe en los despachos, un gran escritor y pintor en la soledad creativa; tierno padre y cariñoso abuelo con los que llevan su nombre y heredarán sus virtudes, y tuvo tiempo y sensibilidad para compatibilizar la pasión por el mar con la admiración por los campos castellanos. Fue querido y admirado por su integridad.
En los últimos años, compartí con él nuestra afición taurina, en su presidencia del Jurado Taurino Bayona-Sud Ouest, durante la Feria del Atlántico, en la que disfrutaba de la hospitalidad de su gran amigo Javier Aresti en Biarritz. Descanse en paz un gran amigo, un gran aficionado y un gran señor, cuya familia tanto ha apreciado el privilegio de tener su personalidad como referencia de vida. Echaremos siempre de menos su porte distinguido y sencillo a la vez, su voz y su sonrisa siempre cómplice, como es la de los hombres inteligentes.