Los muertos de la indiferencia
«Cada vez que miro por la ventana de mi oficina y veo todas las cajas preparadas no puedo dejar de pensar que en solo tres días habrán sido incineradas o enterradas bajo tierra. La gente debería verlo para ser consciente de lo peligroso que es este virus», dice José Morales, director del grupo Unicoffin-Arcae, uno de los principales fabricantes de ataúdes de España. La tercera ola de la pandemia parece que está produciendo un efecto de indiferencia en la sociedad, cansada de la nueva realidad que nos trajo el Covid hace ya un año. Las fiestas clandestinas, el incumplimiento de las restricciones, la relajación general del mantenimiento de la distancia social y las reuniones entre amigos ponen de manifiesto el hartazgo, la apatía y el cansancio de la sociedad frente a la pandemia y sus muertos. Sin embargo, la cifras no mienten, y la insensibilidad hacia el aumento de la cifra de fallecidos no evita el riesgo de que cualquiera de nosotros o nuestros familiares o amigos seamos la próxima cifra de ese registro de víctimas sin rostro. El sector funerario se ha reforzado, y en esta ocasión no existe riesgo de colapso, como sucedió la pasada primavera. Lo que no ha cambiado entre una y otra ola de la pandemia es la frialdad con la que nuestros seres queridos nos dejan. La imposibilidad de un último adiós es lo más duro que viven las familias del fallecido, que ven cómo su ser querido ingresa en el hospital y se lo devuelven en un ataúd sellado, en cuyo interior descansan los restos del difunto, envueltos en tres sudarios de seguridad. Las limitaciones impuestas por las autoridades para evitar la propagación del virus también convierten en un viacrucis la posibilidad de velar el cadáver y su posterior incineración o entierro. «Es muy duro –señala Carlos Martín, que trabaja en una de las principales funerarias de Valencia– ver a las familias rotas y tener que recordarles las medidas de seguridad en unos momentos tan duros, pero no queda otra... Cuando una familia quiere velar a su familiar, se hace con la caja cerrada y con el aforo limitado que exigen las restricciones».
PRIMERO en Barcelona, y después en varias ciudades españolas, tuvieron lugar los festejos motivados por la acostumbrada boda entre don Odio y doña Falsedad. Doña Falsedad acudió a la ceremonia con su vestido verde, que es el color de la envidia, y don Odio con su habitual uniforme rojo, símbolo de «a sangre y fuego», aunque en esta ocasión la sangre no fue mucha, y el fuego podríamos decir que fue un fuego de mierda, porque se centró en los contenedores de basuras.
Hay que destacar que la Falsedad adquirió un retorcimiento deslumbrante, porque convirtió a un hombre violento, enemigo de los periodistas, a los que ataca físicamente, o se siente defraudado cuando no los matan, o aconseja el asesinato para que se callen, precisamente a esta persona que se pone furiosa cuando los demás no dicen lo que él piensa, la han convertido en el héroe de la libertad de expresión, que viene a ser algo así como si la asociación de vegetarianos nombrara socio de honor al propietario de una cadena de asadores segovianos. Por si fuera poco, los amigos de la parte del novio, el sindicato de odiadores, actuaron como si fueran los alumnos aventajados de un curso de juventudes hitlerianas haciendo las prácticas, y, con un cinismo pasmoso, se autodenominan antifascistas. Parece que los cristales de los escaparates, las motos aparcadas en la calle y las papeleras, merced a una transformación que requerirá explicaciones científicas, se han convertidos en fascistas.
Por si fuera poco, miembros de uno de los partidos que forman el Gobierno de España, o bien se mostraron mudos o incitaron a que los totalitarios que tomaban las calles prosiguieran su labor, esas imágenes difundidas por todo el mundo que tanto contribuirán a ahuyentar turistas, si es que, llegado el día de volver a viajar, quedan establecimientos que no han cerrado.
El odio necesita de la falsedad. El secesionista totalitario, que odia a quien no piensa como él, precisa de la falsedad de aparecer él como víctima, cuando es él quien persigue, quien acosa, quien acorrala a los que pretenden escaparse de sus reglas. Y el totalitario comunista, que odia la democracia y la libertad, necesita fundamentar su odio en la falsedad de que un violento, con antecedentes penales, perseguidor de periodistas, sea el paladín de la libertad de expresión, convirtiendo al verdugo en mártir.
Esta semana el odio y la falsedad celebraron sus acostumbradas nupcias, porque se necesitan. La falsedad soltera no aprovecha a nadie, debe tener a su lado el engaño, la avaricia, la ambición… o el odio. Y el odiador de reglamento, cuando dispara en la nuca o hace prácticas callejeras, necesita creer que está llevando a cabo esas acciones por la revolución del proletariado, ese proletariado a quién le deja sin motocicleta porque la han quemado, quién sabe si en justo castigo a que la motocicleta es fascista. Ha sido una semana de festejos nupciales en casi toda España. Y el matrimonio funciona. Como funciona el matrimonio gubernamental. Odio y falsedad unidos jamás serán vencidos. A no ser que los demócratas se defiendan, no se queden en casa, y luchen por su libertad. La suya y la de los demás.