EL SEMÁFORO
FERNANDO
EN la década de los 90, el gran Chicho Ibáñez Serrador puso en marcha un concurso en TVE que llamó ‘El semáforo’. Diez artistas amateurs hacían la tontuna que quisieran sobre el escenario. Cuando la luz se ponía verde, el soberano enjuiciaba. A veces con aplausos y otras, las más ridículas, mediante gruesas caceroladas. Hoy nos daría vergüenza revisitarlo, pero de allí salió algún ilustre como Cañita Brava. Qué más se puede pedir. Ah, sí. Junto a Jordi Estadella, presentaba aquel programa Marlene Morreau, sin ápice de grasa insaturada.
Ya que hablamos de jamón y de luces de colores que regulan cosas, sepan que no pienso bajarme al fango bendoniano de acusar a los comunistas de querer quitarnos el disfrute del curado pernil. Con lo que lo han disfrutado. Luego pasaban al marisco. Los comunistas, digo. La derecha, va de suyo.
No. Del despropósito de Nutriscore se ha pretendido culpar al ministro Alberto Garzón (¿?), empeñado en ocupar su tiempo haciendo algo. Pero el problema no parte de su enmoquetado despacho; estriba en el algoritmo que genera el semáforo nutricional de la polémica. Digo yo que si un algoritmo desdeña el jamón y equipara el aceite de oliva con el de colza, quizás deberíamos empezar a plantearnos nuestra dependencia de la computación. Y que si nuestro competente gobierno se empeña en adoptar ese juego de colores, sin más, lo que hemos de plantearnos es lo que votamos.
Si Garzón quiere seguir ocupando su tiempo en hacer algo y realmente se fía del algoritmo, que hable con Iglesias, gran muñidor de la tele pública, y recuperen el concurso aquel. Que se enfrenten a un semáforo en el que, también, sean los ordenadores quienes dicten quiénes son los políticos saludables y cuáles nos pueden generar toda suerte de enfermedades cardiovasculares. Si el algoritmo está informado y no peta como el nutricional, podría ser un disfrute. Saldríamos a cacerolada diaria y echaríamos de menos a Cañita Brava. Una risa, pero sin Morreau. En la España pretendida, el ibérico quedará reservado a su disfrute en Galapagar. Por decreto. Sin algoritmo.
LA ingenuidad es patrimonio de todos, no cabe duda, y en función de ello cualquiera puede creer a pie juntillas que en el seno del des(Gobierno) que nos aflige bulle una intensa aunque disimulada discrepancia. En una misma sesión parlamentaria el Presidente puede elevar nuestra democracia y ponerla como ejemplo a las naciones mientras su vicepresidente reniega de ella con vehemencia y refuerza la contradicción negándose a aplaudir la intervención del jefe. O se ve forzado a desautorizar a su Vice defensor de la cábila que incendia nuestras ciudades