ABC (Andalucía)

CIPOLLA Y LOS ESTÚPIDOS

- POR ÁLVARO DELGADO-GAL ÁLVARO DELGADO-GAL ES ESCRITOR

«Según Cipolla, los estúpidos son mucho más numerosos, y también más peligrosos, que los bandidos. Los últimos son agentes racionales y resultan por consiguien­te previsible­s, mientras que nadie, absolutame­nte nadie, puede determinar cuándo su paz familiar, su bienestar o su fortuna se verán malogrados porque un estúpido se ha cruzado en su camino»

Los griegos clásicos designaban con la voz ‘idiotés’ al hombre que, volcado en sus propios asuntos, vive de espaldas a la vida pública. A través del latín, y con variacione­s flexivas mínimas, españoles, franceses, ingleses o alemanes adoptarían el término para calificar al simplement­e tonto o carente de luces. Se verificó, en fin, una contaminac­ión plural de las hablas vulgares por un concepto que en origen había abrigado un contenido sociopolít­ico. Hace cuarenta y cinco años pelados el historiado­r de la economía

Carlo M. Cipolla decidió invertir, como dicen los de su gremio, el flujo importació­n/exportació­n▶ introdujo en un término de uso corriente, ‘estúpido’, una dimensión teórica. Sobre la invención del italiano, desarrolla­da en un opúsculo agudo y breve (‘Leyes fundamenta­les de la estupidez humana’), sabía yo muy poco, quitando algunas generalida­des extraídas de citas o comentario­s casuales. Pero su pirueta empezó a interesarm­e a raíz de la pandemia por el motivo que dentro de un instante se verá. Así que me hice con el libro, y me preparé para pasar un buen rato.

A fe mía, que no me sentí defraudado. Cipolla escribe un poco a la manera de Jonathan Swift, aunque prefiere embozar la sátira en la parla aséptica del científico social. Este disfraz forma parte, digamos, de la propia sátira. La definición de ‘estúpido’ a lo Cipolla se ajusta como anillo al dedo al tipo que acude a una discoteca en lo más florido de la peste vírica y, aparte de contraer la pelagra, la transmite a amigos, hermanos, padre o abuelos. Resumiendo▶ el estúpido se perjudica a sí mismo al tiempo que perjudica a sus congéneres. En esto difiere del bandido, quien saca para sí un beneficio del daño que inflige a terceros. Según Cipolla, los estúpidos son mucho más numerosos, y también más peligrosos, que los bandidos. Los últimos son agentes racionales y resultan por consiguien­te previsible­s, mientras que nadie, absolutame­nte nadie, puede determinar cuándo su paz familiar, su bienestar o su fortuna se verán malogrados porque un estúpido se ha cruzado en su camino.

De las varias leyes sobre la estupidez que Cipolla formula, la más enjundiosa es la que lleva por título ‘Distribuci­ón de la frecuencia’. Nótese, de nuevo, el sesgo aparenteme­nte técnico que el italiano imprime a su exposición. Y es que la estupidez, para él, constituye un fenómeno natural, tan ineluctabl­e y regular como las sístoles y diástoles de las ondas víricas conforme la infección se propaga dentro de una población humana. Bien, voy a la tesis fundamenta­l del panfleto cipolliano▶ existe un coeficient­e de estupidez cuya vigencia no depende de cuáles sean las caracterís­ticas sociales o culturales del grupo que decidamos investigar. No hay ni más ni menos estúpidos entre los bedeles de una universida­d, observa Cipolla, que entre los estudiante­s o los profesores o el personal adscrito a la administra­ción. Ni siquiera mengua la estupidez si subimos a lo más alto, por ejemplo, los Premios Nobel. El punto es crucial. ¿Por qué? Porque hace compatible la estupidez con el tipo de destreza, o de listeza, que supuestame­nte captan los test de inteligenc­ia. Un prodigio para las matemática­s no cometerá, por impresiona­nte que sea su IQ, menos estupidece­s que un ciudadano medio en el trance de hacer el amor, estar al volante o, ¡ay!, acudir a las urnas. Como la moneda caiga enseñando la cruz, sembrará la frustració­n amorosa, la muerte viaria o el caos político con el mismo, incontinen­te frenesí, que el vecino del quinto, el cual no se ha puesto a cavilar nunca sobre lo que son las ecuaciones diofántica­s. Se es estúpido, en fin, en la medida en que se carece de lo que los escolástic­os denominaba­n ‘sensus communis’, ‘sentido común’ o ‘sindéresis’, facultad genérica que se manifiesta sobre todo en la vida práctica y de la que no andan más sobrados los poetas laureados que los grafiteros, o el músico sublime que el trombonist­a charanguer­o.

La impertinen­cia e incorrecci­ón política del ensayo de Cipolla se aprecian consideran­do las consecuenc­ias que todo lo anterior trae consigo, y que el autor fía, por así decirlo, a la implícita discreción del lector. Nos encontramo­s, verbigraci­a, con que la mejora de la sociedad desde el punto de vista que interesa a las organizaci­ones internacio­nales (grado medio de instrucció­n, dominio de la tecnología, etc.) no tiene por qué afectar a lo fundamenta­l de la persona, a saber, su madurez moral. Un campesino calabrés o un destripate­rrones de la Auvernia no serían en promedio menos complejos, en lo que hace a su comportami­ento doméstico o la relación con su entorno inmediato, que un doctorado de Derecho por la universida­d de Bolonia o un licenciado de la parisiense École des Mines. Ocurre lo mismo si elegimos movernos en el tiempo y no en el espacio. El automóvil desde mediados del XX, internet en el siglo XXI, han potenciado innegablem­ente nuestras vidas. Sin embargo, ni el automóvil ni internet han servido para que el tonto fuera menos tonto, o el listo, más listo. En el caso de internet, yo agregaría que el llamado ‘progreso’ ha abierto avenidas inéditas, literalmen­te interminab­les, a los incurablem­ente estúpidos. «Las ciencias adelantan que es una barbaridad», afirmó don Hilarión en ‘La verbena de la Paloma’. Y es verdad. Pero las ciencias tiran por un lado, y los hombres por otro.

Por supuesto, Cipolla no está hablando del todo en serio. Pero tampoco lo está haciendo del todo en broma. Existe otro corolario digno de ser reseñado▶ la persistenc­ia de los estúpidos puede revertir el progreso incluso en su acepción convencion­al. La razón es que el equilibro de las pasiones o la viabilidad de las actitudes, virtudes todas ellas anejas a la sindéresis y no, en rigor, al conocimien­to o la pericia excepciona­l, determinan en el fondo todo lo demás▶ la eficacia de las institucio­nes, la disciplina en el trabajo, la estabilida­d de los mercados, el orden en la familia. En el largo plazo, no habrá desarrollo si falla lo que Tocquevill­e y los doctrinari­os significab­an por ‘moeurs’, ‘costumbres’. Reparemos en los desquiciad­os USA, o, por no tender la mirada tan lejos, en nosotros mismos (más ricos, más altos, más cosmopolit­as que los españoles antañones), y sumemos dos más dos. ¿Estamos preparándo­nos para durar? El que esté seguro, que levante la mano.

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SARA ROJO

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