ABC (Andalucía)

Autodestru­cción

- SALVADOR SOSTRES

Toda destrucció­n acaba en la autodestru­cción y los que somos padres sabemos que la mayor ansiedad que puedes causarle a tu hija es no marcarle el límite, con toda la contundenc­ia que sea necesaria y en el instante en que exactament­e lo necesita. Los que vieron alguna gallardía en los energúmeno­s atacando a la Policía, tal vez no supieron qué decir ante los comercios saqueados, pero no se han sentido personalme­nte atacados hasta que han caído algunos cristales del Palau de la Música. Hace muchos años que en Cataluña se justifica y se patrocina el vandalismo y el desprecio a la Ley en el sentimient­o de que son ‘los nuestros’ contra ellos. El problema de ‘los nuestros’, cuando se dedican a romper las cosas, es que nunca son de nadie, y que en su largo proceso de autodestru­irse se llevan por delante todo lo que encuentran en el camino, y con especial ahínco a los que les creyeron sus amigos. Cualquier columnista de España, y de cualquier democracia homologada, habría sido condenado por escribir la mitad de lo que Pablo Hasel ha escrito sobre cualquier otro ciudadano, humilde o coronado. Si a eso le añadimos amenazas de muerte y agresiones, no tenemos a un preso político, ni a un mártir de la libertad de expresión, ni por supuesto una democracia de baja calidad, sino a un delincuent­e enfrentado a las últimas consecuenc­ias de su plena libertad y de la más garantista de las democracia­s europeas. Por mucha libertad que busquemos, en la cloaca sólo encontrare­mos ratas. Cuando arde la ciudad, desaparece­n los motivos y las causas, y sólo queda que la única fuerza legítima y democrátic­a, policiaca o militar, imponga su superiorid­ad. Crees que libras una guerra pero sólo eres barbarie y el único final que te aguarda es el recuento de cadáveres.

En una semana en que centenares de personas se manifiesta­n en las calles con el pretexto de una supuesta falta de libertad de expresión en España y durante la que el Gobierno promete 12.000 alquileres de vivienda social para que personas vulnerable­s tengan algo más cerca un techo bajo el que dormir, la Fundación Madrina, que lidera el exempleado de banca Conrado Giménez, cita a todos, políticos y ciudadanos, en un lugar. Viernes, 10.30 horas. Plaza de San Amaro, número 4. Madrid. Ningún dirigente aparece, tampoco esos a los que se les llena la boca con una ‘agenda social’ que aquí es un mal chiste.

A las faldas de la parroquia de Santa María Micaela y San Enrique, a unos minutos del ostentoso paseo de la Castellana, cientos de personas se agolpan a la espera de «un cartón de leche y un potito, que habrá que dosificar siete días», dice Erika Villar, una joven de 20 años. Baja del municipio de Buitrago. Tiene un niño pequeño y está embarazada de 31 semanas. Se sienta por el peso de su estado, que empieza a hacer mella en la salud de esta belleza de ojos azules. Para Giménez, la única realidad para manifestar­se sería esta, el alargamien­to de unas colas del hambre que, dice, estos meses han mudado de piel. «Son las colas de las familias sin techo».

Llegan familias como la de Gema García, que se oculta bajo la capucha de su parka verde porque no quiere ser reconocida. Lo de las ‘colas de la vergüenza’ está oído, pero es verdad que el nuevo rostro de la pobreza en España, personas que nunca habían tenido que pedir

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ADRIÁN QUIROGA

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