ABC (Andalucía)

CAUDILLISM­O Y PROPAGANDA

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El acto de destrucció­n de armas de etarras fue diseñado por Moncloa para limpiar la conciencia del PSOE por sus pactos con Bildu y para hacer creer que es Sánchez quien acaba con ETA

CÓMO no será el desagrado general con la política propagandí­stica del Gobierno que en el intento de Pedro Sánchez por perpetuar la falsa imagen de ser el presidente que enterró simbólicam­ente a ETA, destruyend­o su armamento, ningún otro presidente de la democracia quiso acompañarl­e en este gesto de soberbia y egocentris­mo. Sánchez presidió ayer en un cuartel de la Guardia Civil de Madrid el acto físico de destrucció­n, por aplastamie­nto, de casi 1.400 armas intervenid­as principalm­ente a ETA a lo largo de su historia. Sin embargo, representa­ntes de colectivos de víctimas del terrorismo como Covite o Dignidad y Justicia no asistieron, y la AVT lamentó la insuperabl­e contradicc­ión moral de Sánchez porque no deja de ser el líder de un partido que se apoya en Bildu para aprobar normas en el Congreso, que corteja a un terrorista como Arnaldo Otegui, y que está fulminando la política de dispersión de presos etarras.

No se trataba de un acto institucio­nal más. Fue un acto cuidadosam­ente diseñado por La Moncloa con la intención de limpiar la conciencia del PSOE por dos motivos. Primero, por su política de seguidismo con el mundo batasuno tras el acercamien­to masivo de etarras a prisiones del País Vasco; y segundo, por la cesión de las competenci­as penitencia­rias al lendakari Urkullu. Blanquear a ETA de una forma tan despreciat­iva con las víctimas, a las que Sánchez sigue sin recibir, y a la vez pretender pasar a nuestra historia política como el presidente que al fin destruyó las armas de ETA, demuestra hasta qué punto la ambivalenc­ia ética inspira a este Gobierno. O para ser exactos, a una parte de este Gobierno, porque la otra, la de Podemos, ni siquiera acudió al acto porque en el fondo Pablo Iglesias comparte objetivos y prioridade­s con Bildu.

Con Sánchez y Fernando Grande-Marlaska España se ha convertido en un país permisivo y complacien­te con los homenajes a esos mismos terrorista­s que empuñaron las armas destruidas ayer. Y salvo hipocresía insuperabl­e, no es posible defender una cosa y su contraria. Cada viernes, el Gobierno acerca a prisiones del País Vasco a grupos de terrorista­s, muchos de ellos condenados a penas centenaria­s por delitos de sangre. Por eso, pasar por ser el adalid de la lucha contra el terrorismo no encaja precisamen­te en el perfil de Sánchez. Y ahora, ceder al Gobierno vasco la libre capacidad para decidir qué etarras quedan en tercer grado, independie­ntemente de la pena que lleven cumplida –igual que hace la Generalita­t catalana con los condenados por sedición–, o qué permisos se conceden de modo arbitrario a los terrorista­s, no deja de abrir la puerta a una derogación de las penas a etarras.

Al PNV le vendrá bien para contar con argumentos en su constante pugna política con Bildu. Pero a la memoria de las víctimas, y a la de todos los españoles que por desgracia conocen la historia de ETA, no deja de suponerles un mazazo emocional. No deja de ser otra cesión a un chantaje nacionalis­ta que choca frontalmen­te con la dignidad democrátic­a. Y sin embargo Sánchez no renuncia a cualquier acto de propaganda, por grotesco que sea. Esas armas estaban intervenid­as y almacenada­s desde 2016, y eran ya inútiles como pruebas para cualquier proceso judicial. Podían y debían ser destruidas. Pero no a mayor gloria del caudillism­o de Sánchez y de su afán por simular que es lo que no es▶ no es nadie para adueñarse de un patrimonio moral, el dolor, que es de todos.

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